Día internacional de los Archivos 2016

Mi familia es de poco abolengo (en el sentido convencional, el de la 2ª acepción del DRAE), al menos desde que hay memoria de hombre (cuatro generaciones atrás). De abuelengo, en el sentido de la 1ª acepción, somos como cualquiera: nuestros últimos abuelos fueron Adán y Eva (o Lucy, como prefieran). Estudiando papeles producidos por otros hemos llegado bien atrás, como puede verse en el apartado de genealogía. Pero testimonios originales propios tenemos muy pocos y muy recientes, pero religiosamente conservados (cuatro volúmenes: desde 1890 los gráficos y desde 1907 los escritos).

Curiosamente (los psicólogos sabrán porqué), el adjetivo “viejo” es claramente peyorativo, mientras que “antiguo” no siempre lo es; en ciertos ámbitos culturales, es incluso meyorativo. Existe la tendencia a tirar lo viejo en cuanto se puede, pero acudir asombrados a ver cosas antiguas: monumentos, etc. incluso botijos, si son de época romana. En términos de conservación/transmisión del patrimonio (el ADN cultural) esto es un problema, porque cualquier cosa para llegar a ser antigua primero tiene que ser vieja. No hay más que leer los relatos de Antonio Ponz para ver qué opinaban en la Ilustración (neoclásica arquitectónicamente) de los edificios barrocos y churriguerescos que visitó: si por él fuera se habrían derribado todos. Es cierto que la mayoría de los elementos presentes en La Tierra en un momento dado han de desaparecer, hasta nuestras células son renovadas: algunas caen en forma de caspa. No se puede conservar todo, pero en los tiempos que corren, la Historia ya no es una sucesión de fechas de batallas y listas de reyes; ahora que la Historia Social y la microhistoria se han abierto un hueco, los papelillos conservados por los plebeyos ya no pueden ser considerados “la caspa de la Historia”.

Por esta razón me dio una gran alegría ver que el Archivo Regional de Madrid, con ocasión del Día Internacional de los Archivos 2016 creó una sección denominada “Compartiendo Memorias” en la que se instaba a la ciudadanía a rebuscar entre los papeles viejos de casa y llevarlos para ser digitalizados y expuestos: uno de los momentos (lamentablemente no muy abundantes) en que das por bien pagados tus impuestos. Porque la iniciativa no era simplemente para alumbrar documentos de la vida cotidiana, sino premiar, mediante el reconocimiento público, a los que han conservado y quieren compartir: que los investigadores de lo siglos venideros necesitarán contar con estos papeles y no sólo con los producidos por la Administración. Se trataba de valorar los papeles viejos de la gente corriente.

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Yo aporté, entre otras cosas, un contrato de arrendamiento de nuestra casa, de cuando aún existía el Ayuntamiento de Chamartín de la Rosa (1947). Para que la juventud se haga una idea de cómo estaban las cosas en aquellos tiempos, aporto ahora otro. Cuando llegue el momento todos ellos serán donados a un archivo público, si es que los quieren.