En comunión con El Carmen

Aquel día (verano de 1986), salimos de México D.F. (aún se llamaba así) con el alba; queríamos pernoctar en Veracruz y uno nunca sabe cuántas cosas interesantes habrá por el camino, por muy documentado que esté (uno y el camino). Por ello es conveniente amanecer con el Sol, acompañar en su ritmo a la Madre Tierra, que sabe mejor que nadie lo que es dar vueltas. Pasamos con la fresca junto al Popocatépetl  (“El Popo” para los locales), dormido por entonces (y no por la hora precisamente) y condujimos con el astro padre en el rostro, lo cual no es divertido, pero no había otra.

Más o menos a medio camino, se encontraba (y se encuentra) La Heroica Puebla de Zaragoza, conocida antes como “Ciudad de los Ángeles”, “Puebla” para terminar antes (al revés que la ciudad californiana de Los Ángeles, que se llamó igual y también ha sido abreviada pero por otro camino). Sabíamos que había que parar para ver la arquitectura colonial y, especialmente, la cerámica. El contacto con la comarca fue en San Francisco Acatepec (ustedes pueden verla ahora con solo mover un dedo, pero entonces no había estos adelantos). Algunos divulgadores afirman que la cerámica poblana es como la de Talavera (de hecho se usa la expresión «talavera de Puebla» para designarla). Si así fuera, no merecería hacer el viaje para verla; pero resulta que el azulejo poblano es como el talaverano y no lo es: es una mixtura de hispanidad y aztequidad. Hay en el templo de San Francisco un pasado macizo y tubos de neón, abigarramiento decorativo y simplicidad volumétrica sin precedente en la metrópoli.

No siempre prestábamos atención al día de la fecha, pese a estar convencidos a priori de que deberíamos hacerlo. El caso es que, acto seguido, avanzábamos despacito por una calle de la ciudad camino del centro histórico, con la simple intención de encontrar un sitio donde aparcar. Pero hubo un momento en el que el “despacito” se tornó despacitísimo, hasta llegar a parar por completo, habida cuenta del gentío que andaba por aquella calle. Al fin encontramos un hueco (no completamente conforme a Ordenanzas, pero viable) y al recapitular atamos cabos: aquello era la calle 16 de septiembre y estábamos a 16 de julio: el día del Carmen. Sic fata voluerunt; dos dieciseises trabados por la puritísima casualidad: con tan entecos y febles mimbres teje el destino tragedias y comedias.  Estábamos junto a la iglesia del ex-convento del Carmen y el barullo que había fuera y dentro de las tapias es fácil de suponer. Y allá que nos fuimos, por supuesto; el personal iba a lo suyo y nosotros no tenemos mucha pinta de gringos, o sea, que nos diluimos en la masa sin mayor problema. Dicha masa parecía ociosa y expectante a la vez (ociosos y expectantes nosotros también, por tanto).

Hay gente que cuando afronta un paisaje lo hace como si fuera el mero telón de fondo del drama humano: plano y pintoresco. Para nosotros, el paisaje es un volumen, un espacio perceptible desde su interior a través de todos los sentidos. Y aquel espacio estaba especialmente macizo de percepciones: el límpido cielo mesetario pautaba casas, frondas y caras, gracias al concurso temporal de unas precisas y preciosas nubecillas (de las que parece que solo se les ocurren a los pintores). El sol coloreaba los azulejos de la fachada, los blancos gallardetes de papel picado, los morenos rostros, las coloreadas golosinas, el verde follaje, dejando las pertinentes sombras, con todos sus matices y en todos lugares… Es normal hablar de las sensaciones visuales en primer lugar, pero allí estaba también el olor del incienso y la cera quemados en el interior del templo, que nos retrotraían profundas y antiguas remembranzas. A él se unía el, para nosotros, sorprendente olor del maíz tostado, de las tortitas

que por doquier se estaban haciendo. Una manzana recubierta de caramelo nos había dejado en el paladar regustos así mismo pretéritos. El eco de los ronroneos, que en su origen eran plegarias, llegaban a nosotros atenuados y se unía a las voces de los/las que pregonaban sus mercancías: los que creían comunicarse con La Virgen y los que querían comunicarse con las ya-no-vírgenes terrenas. Ambos convivían pacíficamente, mientras las esquilillas del convento unieron su alegre repiqueteo en el momento del Ángelus. Ante tal plenitud se sensaciones simultáneas, en algún momento (y a pesar del calor), se nos habían puesto los pelos de punta: la pura sensación de las situaciones auténticas, de la comunión. Tal vez podría interpretarse que era producto del miedo: el miedo de unos ateos ante lo que los creyentes llaman “milagro”: algo maravilloso que es imposible que ocurra y, sin embargo, ocurre.

Y cuando parecía que nada podía superar la situación, la situación fue superada: el momento repletórico (= más que pletórico, repleto + rico): la orquestina que por allí andaba se arrancó con Las Mañanitas y ocurrió lo que, de no haberlo vivido, no nos creeríamos: pese a considerarnos (y tal ver serlo) unos tipos duros (y duras) unas extrañas gotas de agua salada nos brotaron junto a los ojos. Y a veces nos ocurre hoy al recordarlo; la vida no es tan pródiga en momentos así. Fue el resultado del total acoplamiento, físico y mental, con el paisaje (suma de país y paisanaje). Ni un solo sentido quedó sin cumplimentar, con el tono, intensidad y timbre adecuados, con la belleza inherente a la íntima cohesión entre forma y fondo, sean cuales sean dichos fondos y formas. Pero los órganos de los sentidos solo mandan impulsos electroquímicos al cerebro: es este el que interpreta lo que está pasando, sin poder (o sin querer) dejar de evaluar, matizar, complementar y encajar lo percibido con los datos almacenados en la memoria.

Algunos dirían que se trató de “buenas vibraciones” pero no se trataba de si eran “buenas”, “malas” o “regulares”; se trataba de que las nuestras y las del entorno eran las mismas. La metáfora física puede extenderse al concepto de “estar en onda”, de que la sinuosidad del sitio, el momento, los entes presentes y los entes pasados se acoplaron hasta el último de sus infinitos repliegues. Las circunvoluciones del cerebro y las de los capiteles; los tonos de las paredes y los de los ojos; lo profundo del templo y la profundidad de nuestros recuerdos,

el ritmo del bombo y el de nuestros corazones; la temperatura del aire y la de nuestros prójimos, bien próximos. En la mezcolanza de sensaciones y recuerdos, las campanas sonaban como olía la harina que mi madre tostaba para mis papillas; el verbo de las viejas lecciones de historia tenía el mismo color que los azules azulejos.

Haciendo un esfuerzo para despojar al concepto Hispanidad de toda la morralla que durante el franquismo se le añadió, allí estaba la realidad, siempre tan tozuda. El astro padre nos calentaba por igual a mexicas y castellanos (y toda la gama posible de mezclas entre ellos). Era nuestro sol, nuestras tradiciones, nuestras sensaciones. De ellos y nuestras, es decir, nuestras (incluidos ellos entre nosotros y nosotros entre ellos).

Su Virgen del Carmen era la misma que la de la verbena de Chamberí de nuestra infancia y la que seguimos en barca por la ría de Tina Mayor en otro día tal que este. Puede haber muchas otras cosas con las que entrar en comunión, pero esta fue una de ellas.