Nuestras raíces
Las raíces no se ven, pero ahí están: sustento y arraigo. Los recuerdos tampoco se ven, pero ahí están, al menos mientras el tal Alzheimer no nos tire un bocado (toquemos madera). El concepto de memoria histórica del que tanto se habla últimamente podría parecer una redundancia, pues todo lo que la memoria guarda del pasado es “histórico” (es ayer, no hoy). Pero lo que significa dicho concepto es que trasciende la memoria individual y se convierte en memoria colectiva, en recuerdos compartidos por un colectivo. Nuestra memoria histórica familiar es bien corta; los recuerdos de nuestros padres, ya que no conocimos a nuestros abuelos o, al menos, no tuvimos confidencias con ellos a este respecto (ni casi a ningún otro); las relaciones intergeneracionales en el siglo pasado no daban para eso. Dado el año de nacimiento de nuestros progenitores, estamos hablando de un horizonte temporal no más alejado de 1920–1925, cuando empezarían a tener uso de razón, más o menos y un poco antes, en función de tradiciones orales. Más allá es, en términos estrictos, tiempo inmemorial. Esta locución forma parte del acervo común pero nadie sabe bien a qué se refiere; incluso en la jurisprudencia del Código Civil se percibe que es un concepto indeterminado. Se generó durante el Antiguo Régimen, cuando el elemento de prueba se basaba en los testimonios de testigos y, a veces, exclusivamente en ellos. Por tanto, los más ancianos de una localidad podían argüir que se lo oyeron contar a sus abuelos, lo cual nos lleva a uno horizonte perceptible de no más de un siglo que, en términos de historia familiar, es nada (en realidad, un poco más que “nada”, que según el tango, son 20 años). Los que quieran referirse a cosas realmente ancestrales deberían dejar de usar esta locución y sustituirla por “en tiempos de Mari Castaña” o “cuando Fernando VII usaba paletó”, pues ambas frases se refieren a tiempos de mayor antigüedad. De las más de 5.000 personas que aparecen en nuestro árbol genealógico, la absoluta mayoría son hallazgos documentales, no teniendo hueco alguno en la memoria.
Cuando yo era niño, en mi entorno, las vacaciones de verano en residencias propias o alquiladas, en mar o montaña, no existían. A lo más, la gente se iba al pueblo. Pero yo no tenía pueblo y eso me producía, si no un trauma (por entonces no se sabía que era eso), si una sensación de vacío. Ninguna de las ramas de mi familia tenía casas ni ningún otro bien raíz en ninguna parte a los cuales volver, pues eran funcionarios destinados acá y allá. No sé yo si la existencia de ese vacío no es uno de los factores que han llevado a tratar de rellenarlo estudiando los lugares de procedencia de mis antepasados. Entre los adoquines y el asfalto de Madrid es difícil echar raíces profundas (las de una sola generación son bastante someras; mi hija ya se siente muy de aquí). Este es un resumen de mi memoria histórica y de esos pueblos por entonces intangibles:
► En mi casa, la palabra más mentada cuando mi padre hablaba del pasado era “Montenegro” (de Cameros, no de Yugoslavia); allí nació él porque allí estuvo trabajando de Secretario de Ayuntamiento su padre, el abuelo Francisco, desde 1910. Jodra (de Cardos) el lugar donde nació el abuelo, se sabía, pero nada significaba, pues no tenían tierras ni casa ni nada que les ligase con él (el bisabuelo MANUEL era “el tío tendero”, es decir pequeño comerciante sin fincas que dejar en herencia). Pero mi padre nunca volvió a su tierra natal, más que probablemente por su odio a los que alentaron el expediente de depuración del abuelo (su padre) tras la Guerra Incivil. De Montenegro quedaban pocas cosas en casa, pero interesantes:
A pesar de lo que diga el inserto publicitario del periódico comarcal, del propio topónimo y de la lógica geográfica e histórica, Montenegro no pertenecía la provincia de Logroño, como el resto de la Los Cameros, sino a la de Soria. Una cacicada cuyos entresijos sería interesante conocer. Eso es todo lo que yo conocía del pueblo de mi padre hasta que lo vi con mis propios ojos primera vez, en 1972. Las casas donde vivieron no fueron de propiedad familiar, sino de alquiler, pues el abuelo era un funcionario allí destinado, sin bienes raíces. Fueron estas dos (fotografiadas el año 2003):
Las casas de Montenegro: la primera en La Costanilla y la segunda en El Puente
Mucho más interesante es esta foto del mocerío del pueblo c. 1921: un impagable friso sociológico:
A la izquierda del espectador: mi tío Santiago, con la perra; a la derecha: mi tío Ramón sujetando a mi padre.
El pueblo tenía por entonces algo más de 380 habitantes censados; hoy apenas pasa de los 50. En la foto cuento 34 niños y niñas; en mayo del 2020 había una sola niña, de 13 años. Cada día menos serranos y más urbanos, como en el resto de España y del mundo (salvo los fines de semana). Pero lo del despoblamiento no es cosa de hoy (aunque lo hayan descubierto los periodistas hace poco); si lo sabré yo, que escribí un libro de 500 páginas sobre despoblados. Tanto en la foto anterior como en la siguiente falta mi tío Urbano, que ya se había tenido que ir a Logroño a buscarse la vida (como el Najerilla o el Iregua, aguas abajo). Y el tío Jacinto al que las aguas llevaron aún más lejos, a la Argentina, donde murió, según la tradición oral, jugando al fútbol, de un balonazo en los testículos. Por esta rama se desvaneció la posibilidad del tío de América.
La familia c.1929; de pie los hermanos: Rosa, Ramón, Santiago y Primitivo (y los perretes)
sentados, los abuelos: Petronila y Francisco
Allí están unas de mis raíces: más altas que el alto llano numantino, entre los serranos con boina. Adustos y frugales. Aunque su influjo me llegó ya muy diluido: mi abuelo murió (desterrado en Soria) cuando yo tenía apenas tres años y sólo me queda una prueba de la coexistencia con él; mi abuela duró algo más (hasta 1959) pero sólo recuerdo de ella su eterno terno negro, su terso moño blanco y que desayunaba sopas de ajo. Viviendo en la misma casa, no recuerdo haber hablado con ella prácticamente nada; sólo me pegó el sorianismo (por influjo de Aragón) “aiba de ahi” por “quita de ahí”, ya que me lo decía constantemente.
Tres generaciones en Soria (1949) y un servidor de Vds. en la Puerta del Sol en 1952:
el linaje llegó a La Capital, pero la boina seguía
► Del lado materno, por el contrario, a la par que bullen en mi cabeza muchos nombres, quedan pocos testimonios gráficos. Entrambasaguas, Liendo, Hazas de Cesto, Pedreña… todos ellos lugares en los que estuvo destinado mi abuelo Antonino (guardia civil) y, por tanto, mi madre y toda la corte de tías. Al igual que en la rama paterna, no había un solar en sentido estricto, ya que vivieron todos en las correspondientes casas-cuartel y la familia de mi abuela, pejinos (de Laredo) de toda la vida, se desligó pronto de ellos.
Mis abuelos maternos: Catalina Bustamante Rocillo y Antonino Marcos Escudero,
retratándose en Santander (1910)
Antigua casa-cuartel de la Guardia Civil en Pedreña: a la izquierda c.1930, con toda la familia; a la derecha c.1970.
Hoy día ya no existe
► Del lado de mi mujer, la memoria histórica incluye un pueblo de verdad (Santa Ana de Pusa), pero las noticias e imágenes son mucho más escasas, aunque también más interesantes. Hay muchos sitios aún en que la gente es más conocida por los apodos que por los apellidos; a mi suegra la conocían en el pueblo como “María La Brasileña”. Les estoy hablando de la provincia de Toledo y ella no era precisamente cabaretera, a pesar del exótico sobrenombre; realmente nació allí. ¿Por qué? Pues porque su madre, Saturnina García Ocaña, tras enviudar (c.1911) hizo el hatillo y se marchó a hacer las Américas con sus tres hijos (el mayor, de ochos años). No debía ver claro su porvenir en el secano mesetario (ni en el oficio de su padre, zapatero) y siguió el rastro de los emigrantes santaneros que, no se sabe por qué, habían elegido este país y no Argentina, Méjico o Cuba, los más evidentes. Esto es corriente: no es el “efecto llamada” sino la llamada strictu senso: Vente a Alemania Pepe. Alguien que se lanza a tierras incógnitas necesita saber que una mano amiga va a estar cuando llegue, inmerso en la más absoluta desorientación.
Allí nació María García Ocaña, mi suegra, que llevó ambos apellidos de su madre, por la sencilla razón de que su padre quedó como desconocido para la sociedad, aunque Saturnina bien sabría quién era. Ésta murió en 1919 en el pueblo donde vivió: Serra Azul, estando casada (o algo parecido) con un tal Antonio Sancho (según descubrimos en el tabelionato (registro civil y notaría) de São Simão (su cabecera comarcal). La tradición oral de la familia dice que el padre fue un italiano, lo cual en principio nos pareció difícil de creer, hasta que descubrimos que la emigración italiana a Brasil fue también importante, llegando varios cientos a Serra Azul, de los cuales desciende este diputado, por ejemplo. El hijo mayor, José, que contaba a la sazón con quince años cumplidos (y consta en los documentos como padre de su hermanastra) no veía claro su futuro en la fazenda y se fue a São Paulo, donde tampoco se vio en condiciones de apencar con sus tres hermanos: Pilar [varón] de 12, Eulalia de 8 y María de 4 años. Así que decidió o le persuadieron de que los mandase de nuevo para España. Si la epopeya de su madre podría dar para guion de una peli, la de tres menores recorriendo más de 9.000 km. con un océano de por medio, es difícil de imaginar; sí se recuerda que de La Coruña (puerto de arribada) a Santa Ana tardaron tres meses. No conozco ningún cuento español del rango de Corazón, porque los españoles nunca hemos sabido vendernos; pero en nuestro caso, De Serra Azul a los Montes de Toledo, tendría menos venta, porque es la narración de un fracaso, no de una ilusión. El viaje a poniente es consustancial con la cultura indoeuropea, va en los genes; los retornos (si no vuelves en un galeón rebosante de oro) tienen peor predicamento. Los indianos exitosos han tenido un importante eco social: eran los winners según la nomenclatura americana; de los perdedores (¿el 90% de los emigrantes?) nadie habla.
Como José se quedó en Brasil y nada sabemos de su eventual descendencia, tal vez tengamos un tío en América. Su hermano, el tío Pilar volvió a cruzar el charco y, según la leyenda familiar, retornaba hacia España para participar en la Guerra Civil cuando su barco se hundió. Tal vez podamos documentar si esto es cierto o no; tal vez sea mejor dejarlo en el terreno legendario… Lo que quedaba en casa de María La Brasileña al morir era esto y poco más:
Recuerdos del Brasil
► Dejamos para el final el costado más flaco de datos: el materno-paterno. El marido de María la Brasileña, fue Martín Díaz Oliva, conocido como el tío Martín en el que fuera su pueblo natal, Sevilleja de la Jara. Allí le nacieron, pero, como mi abuelo Antonino, se mudó muchas veces (en este caso no por destinos forzados, sino como jornalero buscándose el jornal). El primero conocido fue Puerto Rey (vulgo “El Raso”), curioso asentamiento que está por mitad en Toledo (Castilla-La Mancha) y Cáceres (Extremadura) pues la raya divisoria va por la cuerda en la que se asienta la alquería. También serrano, pues, entre La Jara y Las Villuercas.
Consecuentemente con su clase social, se mantuvo fiel a la República en el 36 y fue uno de los miles a los que corrieron los moros que trajo Franco desde Extremadura hasta la Casa de Campo en Madrid… y de los que allí les frenaron definitivamente. Recopilando los pocos y sueltos datos de que disponíamos, dedujimos que nuestros padres estuvieron en ambos lados de este mismo frente, muy probablemente, al mismo tiempo. Tal vez, si uno de ellos hubiese tenido mejor puntería, mi familia no existiría ahora; es un suponer. Ejemplo de libro de las dos Españas.
Buscándose el sustento recaló en el poblado del Cíjara, mientras construía (como barrenero) la presa homónima para uno de los pantanos que inauguró Franco. Allí contrajo la silicosis que le llevaría a la tumba poco después, por lo que quedan pocos recuerdos.
Cuando nos acercamos por Sevilleja al comenzar las investigaciones genealógicas comprobamos, consternados, que todos los libros sacramentales habían ardido en guerra (como los de 16 poblaciones más del entorno que nos tocaban). A mayor abundamiento, los datos del Registro Civil justo por entonces comenzaron a ser materia reservada “por orden de Madrid”, según nos dijo el Juez de Paz. Menos mal que se apiadó de nosotros y nos sacó el mismo todos los datos, porque éramos gente conocida. A consecuencia de ello, el cuadrante de menor radio del árbol genealógico circular es el suyo, no pasando, en el mejor de los casos, de la séptima generación.
El suceso más memorable de estas jornadas fue cuando nos pasamos a ver a la Tía Severiana (hermana de Martín). Le contamos que estábamos con lo de la genealogía (aunque no con esta palabra, lógicamente), o sea, en busca y procura de abuelos y bisabuelos. Su primera y casi eléctrica reacción fue decirnos: ¡Yo tengo todos los papeles en regla! Más adelante estudiaríamos los orígenes y prácticas de la ciencia genealógica y supimos que, junto con lo de la limpieza de sangre y la Contrarreforma, era una práctica nada científica relacionada con estados, fincas y herencias. En el siglo XX, como en el XVI, y en el lado opuesto de la escala social, la reacción fue la misma ¿Para qué sirve averiguar los abuelos sino para saber si te tocaría a ti alguna finca? Nosotros, que ni somos nobles ni labriegos, pensamos que sí servía para otras cosas; por esto pueden leer lo que esto leyeren.