Turistas y viajeros

Un mínimo hito en la paramera tibetana, camino del puerto de Lalung

En el verano de 1999 estábamos atravesando el árido y monótono páramo tibetano (nada especial que comentar sobre el paisaje) e íbamos en un incómodo microbús chino (ni intentar dormir).  Sin embargo y posiblemente empapados por la intensa espiritualidad de aquel país, nos dio por filosofar: uno de los compañeros de viaje sacó el tema de la esencia del viaje (los había tentados por el budismo) y, entre otros, el asunto de las diferencias entre viajero y turista. Trajo a colación, muy oportunamente, una frase de Paul Bowles, ciertamente una autoridad en la materia, que enseñó con su vida y obra. Cito de memoria: “Un turista siempre vuelve a casa, pero un viajero nunca sabe cuándo volverá, ni siquiera si volverá: está en casa allá donde esté”. Por entonces no había teléfonos 4G, ni había allí cobertura para ninguna G, ni siquiera se había inventado la Wikipedia; o sea, que no pudimos verificar la exactitud de la cita, pero a todos nos sonaba y, si no era esa la letra, sí habíamos captado la música del mensaje. En realidad, lo que dijo, al pie de la letra, es: “Whereas the tourist generally hurries back home at the end of a few weeks or months, the traveler belonging no more to one place than to the next, moves slowly over periods of years, from one part of the earth to another. Indeed, he would have found it difficult to tell, among the many places he had lived, precisely where it was he had felt most at home” [The Sheltering Sky, 1949] Mucha gente ha hecho honor a este autor y a su pensamiento; por ejemplo, Vázquez MontalbánPepe Carvalho, con sus profundas raíces en Vallvidrera, pero que murió en Bangkok, lo reinterpretó así: “Bowles, que entre turista y viajero se marca la diferencia entre el que sabe los límites de su itinerario y el que se entrega a la lógica abierta del viaje” [El quinteto de Buenos Aires, 1997)]

Hoy día, cierto tipo de personas pertenecientes de hecho a la primera categoría (turistas) reniegan de ella y gustan de ser denominados y se consideran incluidos en la segunda. Yo soy un simple perito agrícola, por lo que poco sé de los insondables abismos del alma humana y no sabría identificar con precisión las motivaciones de esta actitud; pero, sin duda, la palabra “viajero” tiene hoy día connotaciones positivas, mientras que “turista” está en el campo neutro o negativo. El título de los insertos del diario El País, por ejemplo, dedicados a turismo y viajes, no ha dudado al elegir sustantivo: la burguesía autosatisfecha y medio culta no quiere que les confundan con los borregos plebeyos.

En realidad, al dividir una variable continua en discreta, siempre se cometen errores o, al menos, arbitrariedades. No todo es blanco o negro: entre personas como Bowles y aquellas retratadas en la película Si hoy es martes, esto debe ser Bélgica hay una infinita gama de grises.  Yo me considero un turista, y a mucha honra: a diferencia de los viajeros puros, tengo casa, raíces y, me guste más o menos mi patria, volveré a ella una y otra vez. En realidad, soy un proleta que he vivido de mi trabajo asalariado y a él tenía que volver una y otra vez.

Tampoco quiero que parezca que estoy orgulloso de mis propios defectos, si como tal puede considerarse la incapacidad de avanzar sin pensar en el retorno. Una cosa es que reniegue de los que se pretenden viajeros sin serlo y otra cosa es que tenga una punta de envidia de la sensación de libertad que serlo de verdad puede conllevar. Me escoció la escena final de la película La leyenda de la ciudad sin nombre, cuando Ben Rumson (el personaje de Lee Marvin) y sus colegas se alejan de lo que empezaba a ser algo previsible, rutinario y adocenado, cantando con su inefable voz I was born under a wandering star. Yo no habría sido capaz de hacerlo. Al no ser somatotónico, mis ansias de avanzar constantemente hacia lo desconocido se han quedado en la investigación histórica. Había pensado escribir “se han quedado reducidas” pero, bien pensado, mi terreno para avanzar es mucho más amplio que el suyo, en el tiempo y en el espacio, aunque mi estrella no sea errante, sino bien fija como la Polar.

Los ingleses fueron los que inventaron la palabra a finales del siglo XVIII: el Grand Tour era un obligado periplo para los graduados universitarios, fundamentalmente por todo o parte de su imperio. Se preparaban así para ser funcionarios coloniales o por el simple placer de personarse en lejanas tierras bajo el dominio de Su Graciosa Majestad, sintiendo el mundo a sus pies (Italia aparte, claro). El que ambas palabras sean francesas en su origen y forma ya denota cierto nivel de cosmopolitismo/diletantismo, amén de aceptar la herencia de los normandos que cruzaron el Canal de la Mancha, no precisamente con afanes culturales. Los británicos fueron los primeros “touristas”[1] de la que podríamos llamar “edad contemporánea”, aunque las fechas no coincidan con los límites convencionalmente establecidos sobre ella: fue el origen de un fenómeno contemporáneo. Por supuesto, muchas personas curiosas les precedieron y les siguieron, hollando rutas exóticas o domésticas, sin intención de sojuzgar ni de comprar y vender. Un par de ejemplos, por citar gente de casa: Alí Bey y Antonio Ponz.  Ni por ensoñación aspiro a emular a estos ilustres viajeros/turistas, pero aquí estoy: un turista de pro, contando cosas a posibles futuros turistas, por si de algo les sirviera o sirviese. Como diría Jorge Cafrune “El haber navegado no será ciencia, pero tampoco es pecado”

[1]  A principios del siglo XX, aún se decía “tourismo” en castellano: Diario de Burgos del 23/09/1910 y aparecían por muchos lugares los Touring Clubs