Del lado de la Epístola

A pesar de que dije que no trataba aquí de recomendar o desaconsejar nada, ni de dar orientaciones para viajes, no puedo dejar de recomendarles vivamente el Puerto de Piedrasluengas para acceder a Cantabria desde La Meseta; más concretamente, de La Pernía a La Liébana. Lo digo para los que quieran empaparse de paisaje; si tienen prisa, ya saben: por la A-67.  En varios puertos cantábricos, como el de Los Tornos o el de Las Estacas de Trueba la secuencia es la misma: unas cuestas en el borde norte de La Meseta y, de repente, los abismos cantábricos. Pero en Piedrasluengas (al menos para mí) la sensación de quasi-vértigo se aúna con la perspectiva, perfectamente centrada, de los Urrieles: el Macizo Central de los Picos de Europa:

El invierno de 1979 también elegimos esa ruta, para añadir a la agenda varias joyas del románico palentino. Y entre todas destacaba el monasterio de San Andrés del Arroyo. No imaginábamos que lo que a la salida de Palencia era como azúcar glas espolvoreada, más al norte se convertiría en una gruesa capa de nieve, pero por entonces no estilábamos salir de las situaciones más que por un solo sitio: por delante.

Por delante llevamos a la máquina quitanieves unos cuantos kilómetros: como dos señorones: despacito y con el servicio delante, trabajando en exclusiva para nosotros.

Las monjitas del monasterio se sorprendieron sobremanera al vernos aparecer por allí, porque se creían aún aisladas por el blanco elemento. Una extrañeza condimentada, por qué negarlo, con un poco de admiración y de orgullo al ver lo que la gente era capaz de hacer para ir a ver aquellas vetustas piedras, lo que era su casa. Hicimos un pequeño recorrido por varios sitios y al llegar a la capilla nos pusimos a mirar desde detrás de la reja que separa a clero y pueblo. Una de estas madres/hermanas se apiadó de nosotros por el frío que hacía y nos concedió el honor de pasar a su lado: la hospitalidad siempre fue una de las características de los/las benedictinos/as en cualquiera de sus ramas. Otra de las reglas de la Orden es cumplir escrupulosamente con la Liturgia de las Horas y, casualmente, habíamos llegado justo a la Hora Nona (no recuerdo que entre las prioridades del momento estuviera mirar el reloj, pero si hubieran sido Vísperas, a finales de diciembre ya tendría que haber sido de noche o casi).

Dada la estructura del templo, no hay más cabida que para los sitiales del coro, ocupados por ellas, y un par de sillas altas junto al altar, del lado de la epístola (porque los oficios los decían al modo preconciliar, con las monjas a espaldas del sacerdote). Este era exactamente el sitio que habrían ocupado los mismísimos Condes de Monzón en el siglo XII o los Duques de Frías posteriormente, en tanto en cuanto fueron señores jurisdiccionales del Valle de Ojeda. Junto a nuestros asientos había un fenomenal brasero de latón requetepulido y limpio como los chorros del oro y que, en añadidura, algo calentaba (ellas llevaban gruesas capas). No es que cantasen especialmente bien, pero a nosotros nos parecía que lo hacían como los mismísimos ángeles; tal era el estado de sorpresa/arrobamiento a que nos había llevado aquella situación.

La única turbación (digamos “emoción por incertidumbre”, que suena más positivo) estribaba en que no teníamos ni idea de qué hacer con el misal o libro de oraciones que amablemente nos prestaron. Pasábamos hojas un poco sin ton ni son y teníamos que mirar con el rabillo del ojo cuándo ellas se ponían de pie, se arrodillaban o sentaban para hacer lo mismo. Hacía casi treinta años que pasé mi época de monaguillo y no es que frecuentara las iglesias precisamente desde entonces.

Aunque me decían /hereje y masón /rezando contigo / ¡Cuánta devoción!

El tiempo se pasó volando, se acabó el oficio y bajamos de la nube. Tras comprarles los clásicos dulces, cogimos carretera y manta y salimos disparados para el norte, para no tragarnos las endiabladas curvas de bajada totalmente de noche. Atrás quedó esa conjunción del silencio que acolcha los paisajes nevados y el sonido de los cánticos. Una situación irrepetible y memorable. Creo que el momento y el lugar merecen que me invente un neologismo: sinopsía (por similitud a sinfonía, para las imágenes en vez de para los sonidos: visión conjunta y armónica), como estos chopos de la ribera: