Mi vida
“Señora, no me cuente su vida que es muy triste; yo también tenía un perrito y se me murió”. Eso decíamos a veces los muchachos de mi barrio. Frase lapidaria, producto de la chulería juvenil, pero con un fondo de verdad ¿A quién le importa la vida de nadie, salvo a él mismo? No siendo un famoso, claro: porque la vida de esos, hasta el más mínimo y estúpido detalle, le importa a millones de personas, según se deduce de ciertos programas de televisión y revistas “del corazón”.
No sé vosotros, pero yo estoy harto de que la gente me cuente su vida y además se muestre siempre convencida de que su vida tiene que importarte un huevo. Yo hice, yo creo, yo exijo, yo necesito, a mí me duele, a mí me gusta, a mí me pica… La Civilización Occidental empezó protegiendo al individuo de los abusos… pero ha acabado generando enormes masas de ególatras que se sienten con derecho a una atención ilimitada. Extenderme más sobre mis avatares equivaldría a caer en el vicio nefando de la autobiografía.
LORENZO SILVA AMADOR: La isla del fin de la suerte (2000)
Ciertamente, estos sabios pensamientos escuecen un poco pero, no obstante, se la voy a resumir, para aquel que quiera entender el contexto y motivaciones de los productos aquí ofrecidos a la consideración general. Es bien cierto que “Por sus frutos los conoceréis” (MATEO 7:16) y tal vez debería bastar con mostrar los frutos, cada uno en su banasta, para que la gente escoja el que le plazca, si alguno le pluguiera. Pero las cosas no son tan sencillas cuando no se trata simplemente de hacer de frutero: ¿Quién plantó el árbol que dio esos frutos? ¿Por qué lo plantó ahí? ¿Cómo ha conseguido que sobreviva y fructifique año tras año? ¿Es legítimo o sensato pedirle peras al olmo? ¿Les negaremos un alcorque en nuestro jardín a los olmos, aunque no den peras? ¿No le apetecerá a alguien pasear por el huerto (tal vez identificable en su diseño y aromas con el suyo propio) aunque no compre ni coma nada? ¿Qué saben los jóvenes de los huertos de antaño? Los que no estén interesados en estos aspectos de la cosa, tienen a un click del ratón el irse a otro lado.
Concepción en Chamberí, parto en Lavapiés, recría y engorde en Tetuán y residencia definitiva en Moratalaz: pocos podrán presumir de un currículum tan madrileño. Pero como a mí no se me ocurre presumir de patrias chicas (ni grandes), simplemente lo cuento; como diría Guillermo Brown, el personaje de Richmal Crompton que pobló mi mente infantil: “No hago más que hacer constar un hecho”. Lo de la concepción es una conjetura; obviamente, los progenitores de entonces no comentaban estas cosas con sus vástagos. Pero sé que antes de que a mis padres les concedieran la casa de Tetuán, vivieron unos meses en la casa de los abuelos, creo que en Eloy Gonzalo, si no se habían mudado ya a la calle Magallanes. Lo del parto, sin embargo, está perfectamente documentado pues en el Archivo Regional se conservan los libros de la antigua Maternidad Provincial de la calle Mesón de Paredes (predecesora de la de O’Donell y hoy desaparecida). Por cierto, esta institución, aunque oficialmente se denominaba Instituto Provincial de Obstetricia y Ginecología, mantenía los viejos hábitos funcionariales, de modo que el libro de registro de ingresadas se titulaba “Entrada y salida de acogidas” (igual que en los tiempos en que fue sólo La Inclusa). Este caserón, más frecuentado de lo deseable, daría nombre a todo el distrito entre 1898 y 1955.
Nomenclátor Oficial de las Vías Públicas de Madrid (1947)
Así pues, en cierto sentido soy inclusero, aunque no en el sentido estricto del diccionario. A mis padres debió darles repelús la idea y, a diferencia de la mayoría de los nacidos allí (que eran bautizados en la parroquia de San Cayetano, al lado de la maternidad) consta por escrito que el neonato “se fue sin bautizar”. Querían matricularme en El Norte.
En cualquier caso, todo eso es historia, no vivencia: Mi infancia son recuerdos de un patio de Madrid, donde no había limoneros, sino unas escuálidas acacias. Este patio de manzana fue todo mi universo durante diez años; en otros sitios estuve pero no quedó memoria alguna de ello, solo constancia fotográfica:
Soria (1949)
1) Las tres generaciones de varones: la única foto en la que consta que conocí a mi abuelo paterno
2) ¿Temprana vocación agropecuaria? No; más bien escenografía preparada por el fotógrafo (mi padre)
A mí no me tocó pasar hambre, pero sí las estrecheces de la gente normal en la posguerra (y pertinaz sequía). No obstante, por entonces planeaba el fantasma de la escasez; Carpanta, uno de los personajes de los tebeos de mi niñez, no pasaba una historieta sin que apareciera un pollo en uno de los globos y en casa era comida de los domingos. Por costumbre familiar paterna cuando se caía un pedazo de pan al suelo había que besarlo antes de ponerlo de nuevo sobre la mesa: herencia secular de las hambrunas sufridas durante siglos. Hay constancia literaria de que esto era un planteamiento general, como consta en el título de la novela «Los besos en el pan». Tiempo adelante mi mujer me contó que en su infancia las naranjas eran un regalo navideño, como así mismo recoge la misma autora en «La madre de Frankestein» Este respeto por la comida y la frugalidad inherente a un militar castellano viejo me dejaron huella, pero positiva: en vez de entregarme al consumismo y el despilfarro en cuanto llegaron las vacas gordas, los he mantenido hasta hoy. Sobre ese terreno abonado germinó el antidesarrollismo (anticapitalismo) que he practicado perseverantemente.
La última cartilla de racionamiento usada en casa
Habían ganado La Guerra y mi padre contrajo en ella la enfermedad que le acabaría llevado a la tumba pero, a pesar de ello, nos correspondía una cartilla de racionamiento de tercera categoría: 357 Pts. de ingresos máximos, para unidades familiares de tres miembros. La de primera doblaba esa cifra: 785 Pts. Él sabría porque se metió en esa guerra y en el bando golpista, aunque nunca me lo dijo.
Cuando me tocó empezar a ir al cole (creo que fue en 1953) mis padres eligieron uno privado, a pesar de que los había públicos más cerca. Seguramente les parecían de una categoría inferior a lo que yo me merecía (es decir, lo que ellos se merecían, porque no me preguntaron, lógicamente). Lo deduzco del hecho de que mi madre me confesara (una de las pocas confidencias que me hizo) que se le saltaron las lágrimas cuando se enteró de que les habían concedido una vivienda pública en Tetuán, un barrio pobre y rojo. A ella, que había vivido en Chamberí desde el año 1931 en que destinaron a su padre a Madrid, se le vino el mundo abajo ante ese destierro a un municipio de la periferia: Chamartín de la Rosa. Teníamos que coger un tranvía (el 10) para llegar a la que era la estación de metro más cercana por entonces: Tetuán.
El colegio elegido (no había muchos más) fue el Fröebel (por el afamado pedagogo alemán Friedrich Fröbel, como me enteré muchos años después). No sé si sus métodos eran realmente aplicados en las aulas o era sólo una querencia del director-propietario. Lo del uniforme escolar no tiene que ser forzosamente un rasgo teutónico, era lo normal en toda Europa por entonces; me acuerdo con desagrado del cuello duro:
El pequeño edificio destinado a los párvulos no estaba en la calle Bravo Murillo como el de los mayores, sino en una bocacalle: General Margallo (Rafael Salillas durante la República). Esta calleja terminada en los descampados anejos a la recién construida Avenida del Generalísimo y tenía el apelativo popular de “Calle de la Luz”, no por motivaciones poéticas, sino porque en ella estaban las oficinas de la compañía distribuidora de electricidad, a donde había que ir a pagar los recibos (no existía eso de las domiciliaciones).
Contrato de suministro eléctrico con la Fábrica de Electricidad del Pacífico (1957)
Supongo que a los más jóvenes les chocarán de la anterior imagen al menos un par de cosas: en primer lugar, que la producción y distribución de la energía eléctrica no era tan oligopólica como ahora; la Fábrica de Electricidad del Pacífico era una compañía que suministraba energía al Metro de Madrid y a algunos barrios; funcionaba con motores de gas Westinghouse alimentados desde el Gasómetro. El nombre le venía del barrio donde estaba situada y no del océano, como su homóloga californiana. En segundo lugar, la ubicuidad de las pólizas, de obligada presencia (no solo en los documentos dirigidos a la Administración) como herencia del papel timbrado del Antiguo Régimen.
El edificio del colegio era una antigua vivienda reutilizada: una tipología edificatoria calificada por los urbanistas madrileños como casitas bajas: entre medianeras, una planta, una crujía con cubierta a dos aguas, estructura de ladrillo y madera, fachada de ladrillo visto con una puerta y dos ventanas a ambos lados y un patio trasero con el retrete y donde rara vez faltaba una higuera o una parra… y gatos; miles de ellas casi idénticas había por todos los barrios obreros y menestrales de la periferia. En el interior, tres filas de pupitres de madera pareados, con el tablero abatible para dejar las cosas dentro y dos pocillos de loza blanca para la tinta. En un rincón, una estufa de leña y la consabida pizarra negra. Una de las cosas que dejábamos dentro del pupitre era el plumier, evidente galicismo y actual arcaísmo, pues ya no hay plumas que guardar (plumas de las de mojar en el tintero). Ya no se gastaban las de ganso, pero la vivencia es realmente de tiempos remotos: cuando aquí aún no había bolígrafos y las estilográficas eran demasiado caras para que las usasen los niños. La pluma sólo se usaba para pasar algunos trabajos a limpio; normalmente, para los trabajos en sucio se usaba sólo el lápiz. Junto con el sacapuntas (el saca) y el borrador (el borra) era el único elemento que no podía faltar en el plumier.
Cuaderno de aprendizaje de lectura y escritura (1955)
Dos muestras de los textos en los tiempos del nacional-catolicismo
Por suerte duré poco allí; no sé bien por qué motivo, pero desde septiembre de 1955 me llevaron al Instituto Ramiro de Maeztu, donde estudiaría (más o menos) durante diez años. Cuando celebramos las bodas de oro de la promoción de 1965 algunos ex-alumnos ni quisieron oír hablar de ello (¿por acoso escolar, que entonces era simplemente “cosas de chicos”?), mientras otros hablaban de él como si fuera Eton. Ni tanto ni tan calvo; realmente era un centro escolar por encima de la media, que aún conservaba parte del aroma del Instituto-Escuela y, por tanto, de la Institución Libre de Enseñanza. El hecho de que fuera un instituto público tenía su cara y su cruz: lejos del manifiesto elitismo que tenía el Colegio Estudio (otro centro heredero, de facto y/o in pectore de la I.L.E.) pero preso, al menos en las formas, del franquismo y el nacional-catolicismo. Soberbias instalaciones deportivas, materiales didácticos abundantes, talleres de trabajo artesanal-industrial, colonias de verano, viajes anuales, etc.
Entre los profesores había de todo; como yo soy de los del vaso medio vacío, traeré a colación un suceso que me impactó lo suficiente como para que el recuerdo haya permanecido más de sesenta años: un profesor de geografía (un tipo lúgubre al que no nombraré por piedad) me echó un rapapolvo por poner en el cuaderno de clase que los pinos eran coníferas arguyendo que esta calificación había que aplicársela a los árboles con forma de cono (¿!) En bastantes ocasiones, reivindicando la figura del maestro, a menudo minusvalorada u olvidada, se dice que el amor o la afición que una persona tiene a un tema tiene mucho que ver con el talante y la manera de hacer se sus maestros en este campo. Es una justa reivindicación, pero quiero que conste en acta que ese amor puede establecerse a veces a pesar de unos malos maestros: adoro la geografía a pesar de aquel tipo.
Página del cuaderno de geografía de 2º de bachiller, originador del susodicho incidente (curso 1959-1960)
En esta hoja del cuaderno de geografía se muestra la importancia que siempre he concedido a la imagen; en la vida de adulto, profesional, se podría pensar que se derivaba de la lógica productiva, pero a tan tierna edad demuestra una inclinación natural. Para la mí las imágenes ni eran ni son santos de relleno; forman parte intrínseca del mensaje, cuando no son el mensaje en sí mismo. La foto que aquí presento recuerdo vagamente que la saqué de una publicación conseguida en la Feria del Campo, pero para las de otros países desarrollábamos auténticas expediciones por las embajadas en búsqueda de folletos. El turismo no era cosa de masas como ahora y los funcionarios extranjeros no es que estuvieran agobiados precisamente, por lo que raramente salíamos con las manos vacías. Además, el instituto estaba en un barrio típico de embajadas, por lo que las caminatas nunca eran excesivas. Hoy los niños que pretendan hacer algo parecido no tienen que caminar ni socializar nada en absoluto (todo está en Internet); lo siento por ellos.
Un apunte de apariencia nimio: tenía la costumbre de no comer las pipas de una en una; al menos no siempre. El mayor placer consistía en cascarlas y juntar un montón de semillas para luego comerlas a puñados. Una característica de mi manera de ser que debería haber sido observada por mi entorno familiar y escolar para dirigirme a campos y tipos de trabajo acordes: simples, pacientes y minuciosos a la vez que sibaritas (no ceder a la satisfacción inmediata, trabajar todo el tiempo que haga falta para conseguir un producto de mayor calidad). Si no hubiera estado durante más de 50 años anotando pacientemente el tema, lugar y momento de todas las fotos que he hecho, no podría ahora etiquetarlas adecuadamente al ponerlas a disposición del público, básicamente en Wikimedia Commons. Uno de los prologuistas del libro de los despoblados se admiraba de que hubiéramos dedicado catorce años a ello; fue tan sencillo y natural como comer pipas.
Una de las características avanzadas del Insti era que disponía de autobuses escolares, cosa nada habitual por entonces ¡Hasta uno eléctrico! En el apartado de mis comienzos en el dibujo hay una reflexión sobre este modo de transporte, sus problemas y oportunidades. No obstante, desde 1º de bachiller iba y venía en tranvía (línea 14), incrementando las posibilidades de aventura y la capacidad de autogobierno responsable. Esto de “responsable” es verdad a medias: también aprendí a colarme sin pagar algunas veces y a quitarle el trole cuando venía tan lleno que el conductor se negaba a abrir la puerta de entrada, obligándole a bajar y poder entrar así forzando dicha puerta o metiéndonos por la de salida. Fuera del ámbito escolar y más irresponsable aún era viajar por fuera del tranvía, con los pies en el travesaño del bogie y agarrados a la jamba de las ventanillas. Esta ceremonia iniciática y prueba de hombría, tal como la veíamos los proto-adolescentes del barrio, se llevaba a cabo en la línea 70, cuando aún se usaban los coches abiertos (del modelo Charleroi VI mejorado) a lo largo de Arturo Soria, sobre todo en la Cuesta del Sagrado Corazón con su vertiginosa bajada hasta el Arroyo Abroñigal.
Uno de los tranvías modelo Charleroi VI, puestos en circulación en 1925-1926 y que, algo reformados, aún funcionaban en 1955-1956
Unidad restaurada y expuesta en la estación del Metro de Pinar
Fuente: Smiley.toerist (vía Wikimedia Commons)
Nuestros padres, lógicamente, no tenían ni idea de esta práctica de riesgo; ellos nos prevenían de cosas mucho menos peligrosas. Recuerdo bien una frase que siempre estaba en boca de nuestras madres: “No salgas a la carretera, que pasan coches”. Para dar una dimensión histórica a esta recomendación hay que aclarar que “la carretera” era la citada calle Bravo Murillo, durante mucho tiempo también carretera de Irún; aún recuerdo haber visto el mojón del kilómetro 6, enfrente del actual nº 375 de dicha calle. Este mojón estaba en el cambio de rasante, motivado este porque la nueva Plaza de Castilla está a una cota casi cuatro metros más baja de la que tenía el Hotel del Negro y tuvieron que rebajar la de la carretera / calle para que enrasara. Era la única vía en la que había tráfico real; en las bocacalles prácticamente ninguno, salvo para la Casa de Socorro (calle Aguileñas nº 1, en el edificio del Ayuntamiento). En lo que debería haber sido el nº 3 de esta misma calle estaba el parque municipal de limpiezas, donde se guardaban los carros (grises) y las mulas que de ellos tiraban. El olor dulzón de sus cagajones mezclado con el de la paja era lo más rural que había en mi vida cotidiana. Los carros iban al final del día al vertedero que había al noroeste de la Plaza de Castilla (en lo que hoy es el arranque de la Avenida de Asturias). Este uso del suelo, tan innoble como necesario, puede chocar a los que vean el business district que ha acabado instalándose por allí. Explico más extensamente el tema ricos-pobres & norte-sur en el librito sobre el el medio físico metropolitano.
Durante el franquismo existía en el bachillerato una asignatura denominada Formación del Espíritu Nacional destinada precisamente a lo que su nombre indica y entendiéndose “Nacional” como El Régimen lo entendía. Hoy día, en un contexto democrático, su equivalente sería Educación para la Ciudadanía. Los profesores solían ser camisas viejas de Falange u otras personas ideológicamente fieles al Movimiento. Una de sus actividades paralelas era reclutar niños para la Organización Juvenil Española (O.J.E.), versión diluida del Frente de Juventudes. El cambio de look de lo que incluso antes se llamó Falanges Juveniles de Franco, estuvo motivado por el aggiornamento obligado tras la derrota del Eje, la firma del acuerdo con los Estados Unidos en 1953 y la creciente influencia de los tecnócratas del Opus. De hecho, existía un eslabón intermedio o banderín de enganche conocido como Escolares, en los que no era necesaria afiliación y cabía cualquier estudiante de bachillerato; distinto uniforme pero las mismas camisas azules en los mandos.
Escolares del Frente de Juventudes en el camino de acceso al albergue “Francisco Franco” en el Puerto de Navacerrada (Julio 1959)
El puesto que yo ocupaba (central en la primera fila) enorgulleció a mi padre porque no conocía la historia: yo iba exactamente en la última fila, pero el fotógrafo (propagandista) sugirió, cuando la cabeza de la formación iba a la altura del personaje con cartera parado al fondo, que diéramos media vuelta para sacar una foto más resultona, en vez de estar toda llena de espaldas y culos. Junto al mar de camisas grises pueden intuirse cinco camisas azules de los mandos y una sotana.
El edificio, luego llamado “Álvaro Iglesias” fue privatizado y hoy está lastimosamente abandonado.
El aliciente de los campamentos de verano era decisivo, tanto entonces como ahora. A mí me enganchó Paco Giraldo Palop en 1959 y no me conseguí desenganchar hasta 1966. Al igual que Günter Grass no se avergüenza ni oculta el hecho de que perteneciera a las Juventudes Hitlerianas, yo tampoco lo hago de haber pertenecido a este pariente lejano de dicha institución; era lo que había y lo esperable en el contexto familiar en el que nací. Antes de tener un auténtico uso de razón, pensé y dije cosas que hoy me parecen odiosas. La Historia no me proporcionó la forja de un rebelde, pero sí tuve una forja y al final apliqué el temple en ella conseguido para ejercer la debida rebeldía. En aquel contexto e instituciones aprendí cosas que hoy ya no se enseñan y que una vez desteñidas de su color azul me han resultado útiles en múltiples aspectos de la vida. Les pondré un par de ejemplos:
- En el seno del antifranquismo se acuñó esta frase: “Un jefe de centuria es un gilipollas vestido de niño mandando a cien niños vestidos de gilipollas”. Un día de invierno estaba formado con mi centuria de gilipollas en la plaza mayor de Ajalvir cuando empezó a nevar. Varias personas que por allí pasaban recriminaron al gilipollas vestido de niño que tuviera allí a las pobres criaturas expuestas a los elementos. La inmensa mayoría de los afectados odiamos a esas personas políticamente correctas porque si ordenaba el ¡Rompan filas! no podríamos demostrar que no éramos pobres criaturas sino unos tipos de respeto, capaces de aguantar una nevada en pantalón corto a pie firme y lo que hiciera falta. Haber aprendido a hacer ese tipo de gilipolleces me ha servido luego, cuando me ha tocado aguantar otras tormentas vitales sin claudicar ni quebrarme; la última de ellas, la crisis del COVID 19. Estábamos en este pequeño pueblo (por entonces) porque nuestros mandos coincidían con el Jefe Local de Falange en el campo hedillista; recuerdo que a este personaje le oí usar por primera vez el adjetivo garbanceros aplicado a todos los que habían aceptado el refrito franquista de las fuerzas reaccionarias que le auparon al poder, con tal de asegurarse el pesebre. Uno de los miembros de esa tendencia fue el que gritó “Franco, traidor” en el momento de la consagración de la misa del 20N de 1960 en el Valle de los Caídos; no me lo contó nadie, yo estaba allí. Al rato vimos que sacaban al acusador dos miembros del Regimiento de la Guardia de Franco, con esas boinas rojas con borla dorada heredadas de los requetés (a los que los puristas de azul detestaban por vascos y meapilas). Un detalle no tan anecdótico como pudiera parecer: desde el exterior podría parecer que una centuria ha de estar compuesta por cien miembros; en la práctica yo no conocí ni una con esas cifras; concretamente yo llegué a mandar una con exactamente 34 chavales no mucho más jóvenes que yo. Fanfarronería e ineficacia, zarzuela y cartón piedra como en tantos otros signos externos del franquismo (las acciones de fondo sí fueron eficaces, por eso duro 40 años).
- Además de otras gilipolleces que hacíamos en los campamentos, como hacer nudos, marchas de orientación, trabajos manuales, clases de canto, etc. estaba la ceremonia de izar y arriar bandera. En ella el jefe de la escuadra de guardia ese día tenía que exponer y argumentar una consigna ante los cientos de compañeros formados en la explanada del campamento. Ni que decir tiene que teniendo trece o catorce años es un excelente método para vencer el miedo escénico y una práctica de oratoria que en el Instituto no me enseñaron. Por supuesto que puede haber otras y mejores maneras, pero esa lo fue. Mi consigna preferida era “Per aspera ad astra” (“Por la dificultad hacia los luceros” traducida al fasci-castellano). Los luceros están presentes en la ideología falangista desde los primeros días, cuando eran cuatro señoritos pistoleros con pretensiones poéticas; supongo que aúnan su carácter estelar con el hecho de pertenecer al género masculino. Creo que lo argumentaba bien porque estaba (y estoy) convencido de ello; nadie me explicó entonces que era una de las frases preferidas de Séneca, lo cual podría haberme alegrado más por la coincidencia en otros puntos de vista con el egregio pensador cordobés. La dificultad de una tarea nunca ha sido para mí obstáculo sino más bien aliciente; sólo las tareas imposibles merecen la pena.
Volviendo al Instituto, he de traer a colación la evaluación de potencial que nos hacían al acabar el Bachillerato Elemental. A partir de ese curso había que elegir entre cursar el bachillerato superior de ciencias (para tirar hacia carreras científico-técnicas) o de letras (para tirar hacia las humanidades). Era un estudio psicotécnico destinado a orientar a los padres a la hora de abordar este dilema (en principio, los estudiantes éramos seres pasivos). La cartulina que les muestro a continuación estuvo relegada al archivo familiar durante muchos años y sólo recientemente la he recuperado como elemento decisivo en mi vida, mejor dicho, que podría haber sido decisivo.
Lamentablemente, mis padres no tenían habilidades ni hábitos intelectuales suficientes para evaluar esta información y aplicarla en la práctica. Por otro lado, era hijo único, iba camino de ser el primer universitario de nuestro linaje (desde que había memoria) y una ingeniería parecía el súmmum de sus aspiraciones. Y nos decidimos por las ciencias.
Viendo la historia, a posteriori, habría que haber sacado otras conclusiones:
- Ambas valoraciones están levemente por encima de la media: no podría llegar a cimas intelectuales importantes sin gran esfuerzo y, posiblemente, tampoco con él. La palabra “mediocre” resulta tal vez excesiva, pues no es “tirando a malo” como quiere la definición académica; lo dejaremos en un castizo “medianejo”.
- La valoración algo superior en ciencias indica que no me movería a gusto en el terreno especulativo o de las ambigüedades (como la abogacía, por ejemplo); pero la puntuación es casi la misma para las letras, lo cual indica que el de lo puramente científico y abstracto no sería un buen camino, sino que debería ser algo equilibrado entre ambos factores. Tal vez la arquitectura (dibujo+cálculo de estructuras).
En el apartado de Textos / Aportaciones está el álbum que hicimos con motivo de las bodas de oro de la promoción de 1965. Allí hay más imágenes al respecto de mi vida escolar.
Fuera del mundo estudiantil practiqué algunos deportes: estando estudiado en El Ramiro, el baloncesto no podía faltar (pese a no pasar de 1,70) y a él se unió el montañismo, herencia de los tiempos de la O.J.E. Pero esto duró poco, coincidiendo su final con el declive de la explosión hormonal de los diecisiete. Estoy contento de haber participado, aunque fuera poco, en el deporte de base; en mi mundo feliz (no en el de Huxley) las medallas las ganarían las ciudades, barrios, etc. que obtuvieran un mejor promedio de anotación entre TODOS los equipos de ciudadanos y no las que puedan pagar a los quince mejores mercenarios. Además de jugar hice de mesa algunas veces con el árbitro José-Ángel Gárate cuando estaba empezando; al aire libre, con los dedos ateridos de frío, en campos de mala muerte y sin público… Pero haciendo lo que había que hacer. En montaña tampoco descollé demasiado: muchas horas en las vías de La Pedriza, pero cuando intenté subir al Naranjo (por la normal) en 1964 los mandos decidieron que no estaba preparado. La foto de abajo es de una aguja minúscula, tomada en contrapicado, para fardar con los ligues mayormente. No tengo mejor cumbre que alegar que la invernal del Mulhacén, sitio al que hoy se sube casi en coche.
1: Equipo de baloncesto del “Hogar Vallehermoso” de la O.J.E. en los desaparecidos campos de deportes del Cuartel de la Montaña; asumiendo la máxima olímpica de que “Lo importante es participar y no ganar”. 2: Escalando en los Picos de Europa, enfrente de la Peña Santa (1964)
A la práctica de la escalada debo las satisfacciones íntimas de la superación de obstáculos aunando fuerza y habilidad, la percepción de los paisajes desde sitios únicos y aprender a confiar tu vida a alguien que lo merece, tu compañero de cordada. Además, me tocó de rebote participar en una película propagandística del Régimen (subvencionada por la O.J.E. y con la colaboración del Ministerio del Aire), porque de eso iba: de subir montañas y de aviadores, de trabajadores buenos y pijos malos. El tema forzado por el promotor y el guión llevaron al director a hacer un casting entre montañeros de la citada organización, del cual salimos Jerónimo López Martínez y el arriba firmante, que fuimos los únicos aficionados del reparto. La película se tituló Dos alas y se mantuvo en pantalla 28 días en 1966, mucho menos de los 140 de La muerte tenía un precio, pero el doble que El último sábado, con gente famosa [fuente]. Mi papel fue el de el malo de la película (técnicamente, el antagonista, frente al protagonista), que me venía como anillo al dedo. El prota era un profesional y pese a ello, no superó demasiado mis 38 minutos de pantalla. Una de las personas que participaron en el rodaje y no sale en las fichas de la película fue Teo Escamilla, por entonces simple operador de cámara. Recuerdo que le tocó hacer un travelling cámara en mano, caminando hacia atrás por un sendero de montaña; lógicamente tropezó y del cabreo por la falta de medios estuvo a punto de estampanar la cámara contra el suelo. Por entonces su gesto nos dio un buen susto, pero acabé entendiéndolo perfectamente; yo he sentido lo mismo bastantes veces, frente a superiores que te asignan objetivos sin poner los medios necesarios para conseguirlos.
Para un muchacho fue una ocasión impagable para conocer un mundo ignorado (el del cine desde dentro). Pude ver un rodaje desde delante de la cámara y no desde detrás (donde están cámara, director y luego espectadores); escena desmitificadora al poder ver el tinglado de cables, focos, atrezo y personal vario dedicado a actividades varias: desde el gesto, casi siempre descontento, del director hasta un chispa rascándose una oreja. A veces, como espectador de cine, no puedo evitar pensar en que bastaría con que la cámara girase sólo 30º para que quedase patente todo este tinglado desmitificador. Pude viajar en un deportivo MG rojo descapotable a 150 Km/h por la Cuesta de las Perdices, conducido por Alfredo Mayo, que hacía de mi papá en la peli. A esas edades y en aquellos tiempos esas cosas impresionaban; cuando pude comprarme un coche igual o parecido a ese ya no tenía el más mínimo interés.
De más valor fueron otras cosas conseguidas, como la amistad con el citado Jerónimo, con el cual escalé de primero la Pared de Santillana (una de las vías más largas y fáciles de La Pedriza) cuando él no era más que un niño. Luego, además de convertirse en un prestigioso geólogo (especialista en hielo y La Antártida en particular), se hizo varios ochomiles, incluido el Everest sin oxígeno. También hay que reseñar mi primer vuelo en helicóptero sobre La Sierra, gozando de panorámicas inigualables; luego conseguiría repetir tres veces más por motivos profesionales, gozando en cada una de ellas como un niño. Creo recordar que me pagaron unas 18.000 pesetas, las cuales invertí en comprar un equipo completo del mítico Pedro Gómez, el cual aún conservo. Lo último, en importancia y orden de exposición, fue la subida al escenario del Teatro Jovellanos de Gijón para recibir no sé qué premio en el Festival de Cine Infantil y Juvenil. Compartí allí escenario con Félix Rodríguez de la Fuente y me dieron unas cuantas fotos para firmar autógrafos a un par de docenas de quinceañeras. Experiencias de la vida.
Cartel y fotos promocionales de la película Dos Alas: sólo y con Jero (1965)
Un libro que había por casa trataba, entre otras cosas, de los somatotipos de Sheldon y me auto-sometí a un cuestionario sobre el tema, saliendo que mi temperamento era, en primera instancia, cerebrotónico, en segunda viscerotónico y en última y bastante alejado, somatotónico. Aunque las presuntas relaciones mecánicistas que Sheldon propuso entre desarrollo fetal, constitución física y tipo de comportamiento estén justamente olvidadas, entiendo que no deja de ser cierta la abstracción de esos componentes de la conducta. Poco a poco el ejercicio físico y la sujeción a los dictados hormonales fueron disminuyendo y un día, echando el bofe en una marcha de montaña cronometrada, camino del Puerto del Reventón (mejor sitio imposible) me dije: “Hasta aquí hemos llegado; que se metan la medallita por donde les quepa”. Para cerrar la imagen de mi inutilidad / despego por lo físico, he de añadir que no sé patinar, ni montar en bici, ni bailar y nadar, lo justo para no ahogarme (si no hay mucho oleaje).
A pesar de lo dicho, siempre he mantenido mi amor por la montaña; sin la mística facciosa de las montañas nevadas y banderas al viento y sin echar el bofe más que lo razonable. El olor de los pinos y los piornos del Guadarrama, viejo amigo, lo llevo metido en las capas más profundas del cerebro y en una cabaña de La Sierra me enamoré de forma definitiva. A la niña la llevamos a triscar por esos montes de Dios mientras se dejó:
En el Valle de Estós (julio de 1980)
Frente al Matterhorn (julio de 1995}
El hecho de que mi padre fuera militar fue decisivo a la hora de pasar otro trago que El Régimen imponía a los jóvenes: el de la mili. Con buen criterio, me sugirió que me presentara voluntario porque, pese a tener que cumplir más tiempo, se podía elegir destino y allí estaba él para conseguir que fuera exactamente donde él trabajaba: la Escuela Superior del Ejército (lo que hoy, por el siglismo tan caro a los militares, se llama CESEDEN). Yo fui un enchufado, pero todos los que hicieron la mili allí también lo fueron: nadie hacía el odiado C.I.R. sino que las prácticas de desfilar y esas cosas se hacían en el descampado conocido por entonces como “Campo del Pijo” (el solar donde luego se construiría AZCA), a 700 m. de la Escuela. Las cosas esas de la marcialidad, cubrirse, en su posición descanso, izquierdo-derecho-izquierdo, vista a la derecha, etc. yo me las sabía de memoria gracias a los desfiles ante la estatua del Caudillo del Instituto y la formación premilitar de la O.J.E. Una vez que se lo demostré al sargento encargado del tema, me libré incluso del período de instrucción. Los jefes lo único que querían es que la ceremonia de la jura de bandera quedara lo más lucida posible y, si se lo garantizabas, pues estupendo (con el respaldo paterno detrás, eso sí). Luego te destinaban como asistente de alguno de las decenas de oficiales que poblaban la institución y ahí ya se dependía de lo corrupto/abusón que fuera cada uno de ellos. Había muchos que, como no había ninguna guerra a la vista, en vez de asistente militar usaban al soldadito como asistenta domiciliaria.
Dispuestos a defender a La Patria (?)
De lo que no me libré fue de unas cuantas imaginarias (el día me lo dejaban para estudiar). Fumando a escondidas en la garita, en el silencio de la madrugada, me dio tiempo a pensar, actividad nada usual a los diecisiete. La reflexión más inmediata era sobre la absoluta inutilidad de aquello, salvo para mantener alimentado el tinglado burocrático-militar. Les cuento: el arma reglamentaria para ese puesto era un fusil Mauser del año de la tos, con su carga de cinco cartuchos. Como la munición pasaba de mano en mano en cada relevo de la guardia y así año tras año, al furriel se le ocurrió que, para preservarlos de suciedad, lo mejor era envolverlos en papel y luego en plástico. Los Hados quisieron que El Enemigo no conociera este hecho, porque habría bastado mandar a seis comandos para tomar el prestigioso enclave. Todo eso suponiendo que se pudiera desenvolver las balas, cargar y hacer cinco disparos certeros (difícil con aquel armatoste antediluviano y sin haber hecho prácticas de tiro). Patético. Más pena de mí mismo me dio una mañana en que, por fallecimiento de mi padre y valedor, tuve que sufrir la revancha de un sargento harto de señoritos enchufados. Los días normales, a las ocho, al acabar la imaginaria, me ponía de paisano e iba al Instituto: simplemente cruzar La Castellana y subir a los Altos del Hipódromo. Un infausto día, el individuo consideró que el fregado que había hecho del cuerpo de guardia no era suficiente y así tres veces. No me dio tiempo a cambiarme y me tuve que presentar en clase vestido de romano, con la consiguiente rechifla, mofa, befa y escarnio. Claro que los niños soldados que ha habido (y me temo que habrá) me habrían cambiado el sitio con gusto, pero entonces no pensé en ello.
Pasado el Preu, no hice caso de la evaluación susodicha y me metí con la ingeniería agronómica. La palabra ingeniero tal vez estuviera más en la mente de mi padre, pero así fue. De hecho, intuitivamente asumí la conclusión nº 2 de las arriba enunciadas: tecnología+vida; rigor pero no mecanicismo. En mi plan de estudios al primer curso ya no se le llamaba “selectivo”, pero lo seguía siendo: álgebra y cálculo a todo pasto. Y en mi caso, funcionó; es decir, me seleccionaron negativamente porque no pude con ello. Las matemáticas y sus derivados trabajan con entes abstractos y ese no es mi campo, aunque me creo capaz de hacer abstracciones válidas a partir de la observación de fenómenos concretos… siempre que no tenga que formularlas. Viéndolo desde la distancia, no consigo comprender cómo pasé la química y las matemáticas del bachillerato: nunca entendí qué es un mol y hoy mismo, para sumar dos cifras de dos dígitos tengo que usar papel y lápiz.
Resumiendo: soy un tipo más bien normalito, que no conseguí pasar de la página 30 del Ulises de Joyce. Traigo a colación la opinión de un novelista contemporáneo, según el cual “Si consigues digerir este libro, sabrás cómo se comporta el ser humano y estarás preparado para dirigir tu vida” [CÉSAR PÉREZ GELLIDA: Memento mori (2016)]. No conseguí digerirlo y no soy capaz de entender cómo se comporta el ser humano (cuando se analiza uno a uno), aunque creo que entiendo a la Humanidad mejor que la mayoría de los lectores/comprendedores de Joyce y, mirando atrás, creo que he dirigido mi vida por el mejor camino de los posibles. Otro dato: no conseguí solucionar ni una vez el problema del cubo de Rubik; tal vez si lo hubiera intentado con ahínco…
A decir verdad, en el primer curso universitario (1965–1966) pagué el despiste y los dos siguientes me los pasé conspirando y follando más que otra cosa, pero al final les juro que lo intenté en serio; pero no hubo manera. Para mayor humillación, mi novia de por entonces pasaba a razón de curso por año y sobrada; tal vez por eso me dejó. El paralelo proceso de politización (que incluyó el Mayo del 68) me llevó a empezar a entender la lucha de clases, qué es el éxito en la jerarquía de valores del capitalismo y a no compartir estos valores con la mayoría de la gente. Como dicho queda, puede que fuera un caso prístino de los ejemplificados en la fábula de la zorra y las uvas, pero yo lo vi así: si pasas por el aro, te damos la sardina… y decidí que se metieran la sardina por donde les cupiera. Interprétenlo como gusten; tal vez fueran seis de uno y media docena de lo otro (o fifty-fifty, para que lo entiendan los modernos). Hubo gente de mi entorno que se dedicó al trabajo puramente manual (aunque lo dejaran luego) porque la proletarización no era vista como una humillación, sino como un destino justo y hasta heroico. Yo quería salir lo antes posible de la condición de estudiante y la sensatez me llevó a utilizar la vía más rápida, pero rentabilizando los esfuerzos ya hechos: en la Ingeniería Técnica Agrícola me convalidaban las asignaturas aprobadas en la Ingeniería Superior y para allá que me fui (el que vale, vale y el que no a péritos). Me apliqué lo justo para no perder año; a mitad de la carrera me eché novia (formal que se decía antes) y había que independizarse lo antes posible. También es cierto que si hubiera existido una escuela de paisajismo en Madrid me habría ido a ella, pero lo más parecido (y muy poco parecido) era la especialidad de Hortofruticultura y Jardinería de dicha escuela.
Acabé la carrerilla en junio de 1971 y el primero de julio de ese año ya estaba currando. Me da un poco de vergüenza exponerlo así de crudamente, porque no era un JASP como los de ahora, que no consiguen un empleo aunque lleven una carretilla llena de másteres. Yo sabía lo que quería y el empleador (que era también profesor de la escuela) debió verlo. Mi primera ocupación fue en un vivero en Algete, donde me recortaron los galones y me pusieron a hacer trabajos manuales, a mamar la horticultura ornamental al pie del cañón. El dueño, hijo de hortelanos y sin estudios, decía que si no podía distinguir una maceta del 10 de una del 12 a cinco metros, no podría dirigir a ningún horticultor o jardinero que trabajase con ellas. Y tenía más razón que un santo, porque ni siquiera eso nos lo habían enseñado en la carrerilla. Para estar en la Plaza de Castilla (de donde salía la furgoneta que nos llevaba al pueblo) a las 7:00, tenía que coger el primer metro y desayunar en un bar con los alondras y sus copas de coñac y suave. El pago durante el periodo de prueba, era en negro (nada nuevo bajo el sol): un sobrecillo de papel kraft con 10.000 pesetas como 10.000 soles (unos 60 €). Tras el periodo de prueba pasé a ser director técnico y comercial de la empresa HORTUS S.A., dedicada a la producción y, sobre todo, comercialización de plantas ornamentales; uno de sus feudos eran los grandes almacenes (incluidos los desaparecidos Woolworth). Esta tarea exigía ponerse traje y corbata para visitar a los jefes de sección y sonreír constantemente, lo cual me llevó a una serie de cólicos y otras afecciones psicosomáticas que cesaron en cuanto me recetaron Valium (que no tomé) y decidí que una y no más: no he vuelto a ponerme una corbata en mi vida. Ellos también se dieron cuenta de que se habían equivocado: que una empresa de ocho trabajadores muy experimentados se dirige sola y que el técnico sobraba, por lo cual me despidieron. Lógicamente, ante Magistratura no podían alegar eso y se inventaron una serie de patrañas que no colaron y el despido improcedente hubo de ser indemnizado. Previamente me habían desterrado al vivero (en Las Piqueñas) sin otra responsabilidad que atender el teléfono, con la esperanza de que mi dignidad y estabilidad emocional se quebrasen y me fuera voluntariamente (lo del acoso laboral tampoco es un invento de hoy). Pero pincharon en hueso (recuerden la nevada de Ajalvir); pude dedicarme a estar con mi perra y a practicar el dibujo. En el juicio tuve de abogado a Agapito Ramos Cuenca, laboralista de la U.G.T. y el P.S.O.E. que salió muy feliz del trance porque, además de ganar, estaba convencido de que si hasta los floristas y jardineros se insubordinaban, al Régimen le quedaban dos suspiros. Años más tarde lo tuve de jefe en la Comunidad de Madrid y nos dio ocasión a hacer unas risas sobre el asunto.
El primer despido es tan inolvidable como la primera novia; en mi caso me marcó en tres direcciones duraderas:
1) Aunque mi especialidad académica incluyera la horticultura, lo que me interesaba realmente eran la jardinería y el paisajismo.
2) Sellar la cartilla del paro en el Puente de Vallecas (en Moratalaz no había oficina para ello) te enseña cuál es tu lugar, por muy ingeniero que seas.
3) Aproveché el tiempo libre (pocos meses) para empezar un periplo por hemerotecas, bibliotecas y archivos que no ha cesado hasta hoy.
A las cabañas bajé y a los palacios subí:
Carné del Servicio Nacional de Colocación de los Sindicatos Verticales (1973-1974)
Carné de la Hemeroteca Municipal, que empecé a usar cuando estaba en la Plaza de la Villa
(En la actual sede de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
En mi búsqueda de hueco en el paisajismo (terreno casi baldío por entonces) acabé por meterme, junto con mi compañera de estudios Cayetana Galbete Martinicorena, de ayudante y delineante proyectista en el estudio de Leandro Silva Delgado. Experiencia sin duda interesante, aunque poco productiva; el maestro esperaba que bastase con estar junto a él para sentirnos satisfechos, con poca o ninguna paga. Muy medieval-renacentista. Mucho más grata fue mi estancia en el Taller de Paisaje, con Jorge Subirana Atienza († 2019), Sylvia Decorde Somme y la dicha Cayetana, profesores y co-alumna respectivamente del IV Cursillo de Jardinería y Paisajismo para posgraduados, con el cual la propia E.I.T.A. intentaba solventar parte de las carencias académicas al respecto. No tuve mucha obra, pero visto desde la distancia, estoy seguro de que el diseño y la construcción de parques y jardines habría sido una ocupación grata (si no se aprecia demasiado el comer todos los días); un trabajo en la que podría haberme realizado. Pero era joven y ambicioso y no sé bien si por orgullo o vanidad (a veces no distingo bien entre ambos pecados) lo dejé; el tener que atender los caprichos de los clientes particulares se me hacía difícil de tragar, pues me consideraba digno de más altas metas. Y los proyectos de grandes espacios públicos escaseaban, entre otras cosas, porque muchos clientes (públicos y privados) consideraban que cualquier arquitecto o viverista podían hacer lo mismo y gratis. En cualquiera de los campos en que he trabajado me ha dado por la profundización y la organización; también en el mundo del paisajismo me apresuré a afiliarme al Instituto de Estudios de Jardinería y Arquitectura Paisajista (I.E.J.A.P.) miembro español por entonces de la International Federation of Landscape Architects (IFLA). Cuatro locos empeñados en ir contra-marea en un terreno en el que el atraso de España era y es más importante que en otros.
Mi incipiente cualificación autodidacta en biblioteconomía y archivística (y lo exiguo de la oferta por aquellos tiempos) me facilitaron el acceso a un puesto de trabajo fijo (pero sin nómina) como bibliotecario e investigador en la Escuela de Jardinería y Paisajismo «Castillo de Batres», de reciente creación. Estaba por encima del nivel de los estudiantes, pero no lo suficiente alto para ser profesor. (Recuerden: levemente por encima de la media). Por primera vez en mi vida conseguí que me pagasen por ir a un archivo ¡que no es poco! Y empecé a desvelar un terreno para el que nadie me había preparado, averiguando, por ejemplo, que uno de los mejores sitios para conocer la historia de los bosques en España son los archivos de la Marina y no los de Fomento.
Como he dicho, el salto de la creación de mini-paisajes al análisis de los macro-paisajes era la salida de mis ambiciones. Los estudios ambientales, con su parte de evaluación del paisaje, eran una auténtica rareza por entonces. Yo me había apuntado a cuantos cursos, simposios y seminarios había sobre el tema y como éramos muy pocos, mi escasa formación al respecto no se notaba demasiado. Muchas horas de autoformación y pasilleo me llevaron a darme a conocer y a conseguir un trabajo (de becario, cobrando lo menos posible) en la recién nacida empresa ECOPLAN S.A. Que en 1973 se juntasen en un acrónimo “ecología”, “planificación” y “S.A.”, visto con perspectiva, no dejaba de ser todo un logro, que consiguió Carlos Carrasco-Muñoz de Vera, que también había sido el promotor principal de la Asociación Española para la Ordenación del Medio Ambiente (AEORMA) tres años antes y a la que me apunté sin dudarlo. Según Benigno Varillas (el mejor cronista de este tiempo/ámbito), este grupo constituyó “el rojerío que pone el contrapunto a ADENA)” [“Los movimientos ecologistas”, Cuadernos Historia 16, nº 131 (1985), pág. 14]. Metido ya en pleno cogollo de la naciente ecología política, criticar el estado de las cosas fuera de las horas de trabajo e intentar dar soluciones en horario laboral parecía justo y necesario. Luego comprobé que no era tan buena idea: discrepancias eco-políticas con el director-gerente me obligaron a salir de la empresa (a él le acabaron echando de su asociación).
Todo en este ámbito era naciente (estaba en estado de mórula si me permiten la metáfora embriológica) y eso posibilitaba que estuviéramos juntas personas que tanto por su ejecutoria previa como por la posterior sería difícil de repetir. Recuerdo que, con motivo de un estudio ambiental sobre la Sierra de Ayllón, tuve la ocasión única de estar reunido en el monte con Fernando González Bernáldez, Eduardo Martínez de Pisón y Salvador Rivas Martínez. Estábamos en lo alto de la ceja de Patones, dilucidando que hacía allí un cojín de pastor que, en teoría, no debía estar y, una vez aclarado, Salvador me preguntó, no sin cierto cachondeíto, qué tenía que decir el experto en paisaje (Eduardo iba sólo de geógrafo). Algo balbucí para salir del paso, pero di por bien pagado el coscorrón por el bollo de presenciar una discusión entre esos tres superstar de la ciencia hispana; uno de los privilegios de aquel puesto de trabajo y de aquellos tiempos. Empezaban a llegar a España por entonces ideas como la de “crecimiento sostenible”; peleando a brazo partido contra el consumismo y el desarrollismo no podíamos imaginarnos que ese planteamiento que creíamos revolucionario (por no hablar de “crecimiento cero”) acabaría, cincuenta años después, mixtificado y prostituido por cualquier periodista ignorante, político marrullero o publicista avispado. Entendámonos, no el concepto (que casi nadie sabe lo que es) sino la mera palabra “sostenible”, empleada en funciones de condicionamiento pavloviano.
Tanto proveedores como clientes íbamos improvisando sobre la marcha en un campo nuevo, tanto a nivel académico como de negocio. Uno de los clientes de la empresa fue IBIFOR, empresa salinera que veía que, disponiendo de su privilegiado enclave, habría más business en el turismo ecológico que con la humilde y vital sal. Le entregamos un trabajo estándar, con la valoración integrada de las unidades ambientales que componían la finca y sugiriendo dónde se podría edificar y qué y donde no debería hacerse en absoluto. Es lo que habíamos hecho en el Campo de Gibraltar, Navalcarnero, la Costa d’en Blanes, El Alquián, etc. Más tarde nos enteramos que el cliente esperaba algo así como consejos sobre cómo hundir coches viejos para generar hábitats artificiales para diversos seres acuáticos y que ellos pudieran cobrar por enseñárselos a sus clientes…; no querían que les dijésemos lo que no podían hacer con su finca. A la postre, se ha visto que nuestra postura conservacionista ha sido refrendada por la autoridad competente, al crear el Parque natural de las Salinas de Ibiza y Formentera.
Entre los pasilleos aludidos hubo unos cuantos en la administración pública, como consecuencia de los cuales el año 1974 conseguí poner un pie en la COPLACO, primero en el Servicio de Información (antiguo Ministerio de la Vivienda, entrada por donde llamábamos “El Caballo”) y finalmente en la Dirección Técnica de Planeamiento Metropolitano (calle Orense 60). Entre este año y el del despido, en 1976, desarrollamos una actividad frenética, totalmente insólita dentro de la Administración. Por fin había conseguido un cliente por el que, en mi opinión, merecía la pena esforzarse: toda la población del Área Metropolitana en primera instancia y el resto de la provincia de Madrid. Si relatase hechos contemporáneos diría “la ciudadanía” en vez de «el cliente», pero por entonces el pueblo no era soberano ni mucho menos. Equipos interdisciplinares, buenos compañeros y buenos maestros (recuerdo con especial cariño a Francisco Díaz Pineda, alias Paco π ). Y de esa labor salieron por primera vez productos impresos (ver Textos oficiales… Pero, “dura poco la alegría en casa del pobre”. En la entradilla al citado artículo deLos factores físicos… Los factores físicos…, se explica algo más detalladamente el abrupto final de aquel modélico experimento.
Concentración de los despedidos de METROPLAN delante del Ministerio de la Vivienda, junto al “Caballo”
(Febrero de 1976)
En el retorno a la empresa privada, no obstante, no tuve que cambiar de cliente más que desde el punto de vista geográfico: planeamiento urbanístico y ordenación territorial eran tareas de la administración pública y las distintas personas y empresas para las que trabajé eran meros intermediarios a este respecto. INITEC, Alonso & Terán, EPYPSA, Técnicos Consultores Reunidos, Bernardo Ynzenga Acha y Javier García-Bellido me hicieron recorrer media península: Las Merindades de Burgos, todo el litoral de la Comunidad Valenciana, Valladolid, la Vega del Jarama, todas las playas de Asturias, Elda-Petrel y el hermosísimo término municipal de Jerez de la Frontera. Digo que “me hicieron”, pero no en plan victima; cada vez que me veía tal que un miércoles a media mañana paseando por el campo, mirando plantas y paisajes (y cobrando por ello) no dejaba de pensar que era un privilegiado.
Fuera de las horas de trabajo estaba absorbido por la militancia ecologista. Entre 1972 y 1979 estuve en muchos fregados que no les voy a contar; en el apartado sobre Militancia de la sección Obra gráfica hay algunas pinceladas, junto con el artículo sobre El Pardo. Como guinda de este pastel puede considerarse la asamblea de constitución de la Federación del Movimiento Ecologista “cuando montar en pelo quisimos una quimera”.
IZQUIERDA: De pie: Manolo de Cos; en el suelo: un servidor de Vds. Jordi Muntaner, Joaquín Araujo y Jose-Manuel de Pablos [foto de autor desconocido] CENTRO: Un servidor de Vds. [cortesía de Benigno Varillas] DERECHA: Javier Sáez, Borja Heredia, Jesús Garzón (escribiendo) y un servidor de Vds. [foto de autor desconocido] (Cercedilla, septiembre de 1977)
A pesar de que el mundillo ecologista era aún muy pequeño, había ya bastantes matices: los estrictamente naturalistas (les llamábamos los pajaritólogos), los puramente anti-nucleares, los de las bicicletas, etc. Por pretender una visión global y por deformación profesional, la mini-organización en la que estuve más tiempo fue el Grupo Abierto de Ordenación del Territorio (alias GATO). Se trataba de un grupo algo elitista (casi todos titulados superiores) preocupados por dar alternativas respetuosas con el medio ambiente (a la par que viables) a las salvajadas que continuamente se proponían. Uno de los campos de batalla fue impedir una estación de esquí en Gredos; yo hice cosillas al respecto (ver militancia) aunque lo que más me tiraba estaba en la otra punta: la Sierra de Ayllón y allí ya había otra estación que no se podía desmontar. La que sí se desmontó luego fue Valcotos, estando tres miembros del GATO en el equipo que lo consiguió y en las posteriores tareas de restauración ambiental. El cambio climático está ayudando a darnos la razón: en el Sistema Central el esquí alpino es inviable o lo será a corto plazo y a ver quién repara los daños causados por esta gente para usar las estaciones un par de meses al año en el mejor de los casos: el dinero público, si hay suerte. En marzo del 2021 la autoridad competente ya se ha dado cuenta, cerrando la estación de esquí de Navacerrada [fuente]. En esta foto están once de los veinte miembros totales del GATO (cuatro gatos en total):
IZQUIERDA (de izquierda a derecha del espectador): Eduardo Molina, Antonio Díaz, Fernando González-Corroto, Francisco López, Valeriano Muñoz,
Fulano Mengánez, Luis Bartolomé, Juan Echevarría, Fernando Parra, Ángel del Castillo y Javier de Pedraza (Febrero de 1978)
DERECHA: Fernando Parra, un funcionario y Javier de Pedraza (de espaldas) en la Laguna Chica de Peñalara,
durante el proceso de restauración del impacto ambiental producido por PRODEMONSA (Valcotos)
en el por entonces Sitio Natural de Interés Nacional del Circo, Cumbres y Lagunas de Peñalara (Mayo de 1988)
El 18 de marzo de 1981 fue el principio del fin de mi vida profesional; en tal día firmé mi primer contrato (administrativo de colaboración temporal, para que conste) con la extinta Diputación Provincial de Madrid. Lo que ocurriría los siguientes 32 años estaría directamente vinculado y concatenado con este hecho. Me auparon a ese lugar: mi preparación (“en el país de los ciegos, el tuerto es el rey”), la izquierda en el poder local en Madrid (PSOE + PCE = 27 diputados provinciales vs. UCD = 24), Luis Maestre Muñiz, de cuya mano política entré, y Javier García-Bellido, a quien había conocido en el mundo del urbanismo varios años antes. Se ha escrito bastante sobre la personalidad de este último y no voy a añadir más aquí; en la introducción al libro de los despoblados pormenorizamos varios puntos sobre él y su circunstancia. Aquí van dos panegíricos de sendos excompañeros de aquella singladura:
En el seno del Servicio Técnico de Urbanismo (S.T.U.) no solo se hicieron cosas, sino que se echó la simiente para otras que fructificarían años después; fueron apenas tres años hasta que el Estado de las Autonomías engullera a la extinta corporación provincial. A pesar de ello, dejaron luenga descendencia: 16 de las 19 publicaciones técnicas que tuve desde 1981 hasta 2002 fueron escritas, bien en el propio S.T.U., o bien con conocimientos adquiridos durante ese periodo o con/a través de personas de aquel equipo. Un detalle, aparentemente pequeño, pero a mi juicio indicador del estilo y ambiente de trabajo que allí imperaba, era el de los sábados culturales. Al igual que en ecología una simple especie indicadora, por pequeña que sea, describe para los enterados todo un ecosistema, este detallito ilustrará a todos los funcionarios que esto leyeran o leyesen y a una buena parte de los asalariados en general. En aquellos tiempos en la Diputación aún se trabajaba un sábado por la mañana sí y otro no; Javier era consciente de ese anacronismo laboral y decidió acatar la ley pero no cumplirla: muchos sábados se dedicaron a hacer excursiones por todo el territorio provincial, donde distintos miembros del equipo comentaban lo que se estaba viendo desde sus diferentes perspectivas. Interdisciplinariedad y hacer piña. Los hijos eran bienvenidos, así como todo tipo de invitados y a nadie le preocupaba que llegase la hora de fichar y estar aún allí. Claro que tampoco se hicieron docenas de salidas, pero ahí queda eso.
IZQUIERDA [solo adultos]: José-Luis Ostolaza Zaballa, Rosa Goñi Ugalde, Rosa Barbeitos Alcántara, Antonio Sarabia Álvarez-Ude, Luis Bartolomé Marcos, Ana Nuño Martínez, Javier Rusinés Torregrosa, Ramón Muñagorri Triana, Javier García-Bellido y García de Diego, Amparo Precioso Murga, Alfonso Álvarez Mora y Federico Mazarabeitia Arambarri
(Monasterio de San Lorenzo del Escorial, mayo de 1981)
DERECHA: primera línea: Luis González Tamarit, Javier García-Bellido y García de Diego y Alfonso Álvarez Mora; detrás: Ana Nuño Martínez, Rosa Goñi Ugalde, Luis Bartolomé Marcos e Ignacio Duque Rodríguez de Arellano.
(Embalse de El Atazar, junio de 1981)
Javier me aceptó como colaborador fuera de la Diputación y como amigo; Rosa Barbeitos me llevaría al PAMAM años después; Antonio Sarabia posibilitó la obra del Arroyo Matachivos cuando pasé a Recursos Hidráulicos; Luis González Tamarit me inició en mi aproximación a la cultura musulmana (de la cual se deriva, en parte el trabajo sobre Mahfuz); Fernando Roch (que no sale en estas fotos) me invitó a participar en la exposición de los Borbones; Federico Mazarabeitia (y compañía) colaboraron en distintos trabajos gráficos (incluido el exlibris que da inicio a este sitio) y, finalmente, Ignacio Duque fue mi compadre durante decenios, incluido el libro de los despoblados y numerosos viajes soportándonos mutuamente las manías fotográficas. Mi agradecimiento por los buenos ratos compartidos y mi perdón por los malos.
La estabilidad en el empleo es un derecho de los trabajadores, en mi opinión, y lo era en el de la mayoría de los contratados del S.T.U. Peleamos para que se convocaran oposiciones o se arbitrara cualquier solución que no implicara renovaciones anuales de los contratos. Éramos conscientes de que la izquierda que nos había llamado no se iba a perpetuar en el poder eternamente y la perspectiva del cesante decimonónico planeaba sobre nuestras cabezas. Yo tenía especiales motivos: por mi mal carácter estaba seguro de que, tarde o temprano, como técnico, iba a decirle a alguno de mis superiores algo que no quería oír y no me apetecía que el garbanzo dependiera de su previsible reacción (Y tenía razón en esto, como verán si siguen leyendo). Recuerdo que Fernando Roch, comentó mi rocosa perseverancia diciendo “parece que perteneces a la química del silicio y no a la del carbono” (hay gente que dice que del cerdo “le gustan hasta los andares”; a mí, de las personas inteligentes me gustan hasta los insultos). Él era profesor de universidad y, no sé por qué, académicos y militares no suelen considerarse funcionarios a sí mismos; los primeros tal vez piensen que adquirir tal condición, fuera de su turris eburnea, implica necesariamente una autojibarización. El caso es que las oposiciones se convocaron, las saqué y solucioné ese aspecto de mi vida para poder dedicarme a otros menesteres. En términos económicos significaba perder dinero; ya estaba instalado (por las tardes) en el mundo de la consultoría, donde se ganaba bastante más y a partir de ese momento renuncié a ello. En vez de invertir tiempo en conseguir dinero (como todo el mundo pillado por El Sistema), me dedicaría a invertir dinero (lucro cesante) en conseguir tiempo. O dicho más castizamente: ganármelo de ocho a tres y gastármelo de tres a ocho. La gran mayoría de mis publicaciones han sido posibles gracias a ello; aquellos a los que les resulten útiles deberán agradecerlo a esta decisión.
Papel de carta del Servicio Técnico de Urbanismo de la extinta Diputación Provincial de Madrid (1981–1983)
[Ver Logos]Podría decirse que fuimos hijos póstumos de la Diputación porque cuando, pasado el largo y tedioso proceso, nos llegó la hora de tomar posesión del puesto de trabajo, nuestra madre ya había fallecido y fue su heredera, la Comunidad de Madrid, la que nos acogió a sus pechos. La convocatoria de las oposiciones fue el 16/02/1983, una semana antes el nacimiento de la Comunidad; la toma de posesión fue el 26/07/1983, pero no en la Consejería de Ordenación del Territorio, Medio Ambiente y Vivienda (heredera del S.T.U. y de COPLACO y a la cual fui transferido) sino en la de Obras Públicas y Transportes. Fue un importante volantazo profesional: diez años intentando cambiar el mundo a base de tramas y lápices de colores (el urbanismo y la ordenación territorial) fueron suficientes para ver que no servía para mucho.
En paralelo corría el desencanto político: la candidatura que yo apoyaba alcanzó el 0,23 % de los sufragios válidos en las Elecciones Generales de 1977; un resultado proporcional al tamaño del grupúsculo que la promovía: a los españoles no les convencían mis postulados; pues allá ellos. Fenecieron mis esperanzas y en ese momento juré no servir jamás a Señor que se me pudiera morir (como dicen que dijo Francisco de Borja ante el cadáver de Isabel de Portugal). Lo que seguro que no se puede morir es algo que ya está muerto; de ahí que girase la vista 180º y me dedicara a estudiar el pasado y no a especular sobre el futuro. Con dos años más de los que dicen que tenía Jesús de Nazaret al morir ya había predicado lo que creía El Bien y con resultados exiguos, momentáneamente para su causa y definitivamente para la mía. Ahora trataría de arreglar el mundo no por miles de hectáreas, sino por metros cuadrados: obras son amores y no buenas razones.
Mientras mi vida de por las mañanas seguía este rumbo, la de por las tardes avanzaba en el terreno de la investigación histórica. No recuerdo muy bien cómo conseguí, siendo un perito que trabajaba fuera de las instituciones académicas, la credencial para entrar a los principales archivos del Estado, incluido el Sancta Sanctorum: el A.G.S. (simplemente “Simancas” para los amigos). El silencio y el olor del pergamino y el papel viejo constituían un entorno de los más gratos imaginables para la rata de biblioteca en que empezaba a convertirme: dejando las cosas a su natural evolución, la columna de letras en la evaluación del Instituto comenzaba a poner las cosas en su sitio.
IZQUIERDA: Primer carné nacional de investigador
DERECHA: Con mi compadre Ignacio Duque en Simancas (Febrero de 1991)
La espantá en la Comunidad fue interpretada por el Consejero del ramo César Cimadevilla Costa (del P.S.O.E.) como una adscripción personal, frente al Consejero del ramo con el que habría tenido que ir, Eduardo Mangada Samaín (del P.C.E.) lo cual hizo muy feliz al primero. Nada más lejos de la realidad; personalmente estaba más de acuerdo con el pensamiento del segundo, pero César era una buena persona y nunca le conté la verdad porque se habría llevado un disgusto. Curiosamente, estando en la Diputación, me llevaron de experto a una reunión con el Ayuntamiento de Madrid sobre un espinoso tema urbanístico relacionado con el medio ambiente. Presidía la delegación de la Diputación José-María Rodríguez Colorado; por el ayuntamiento acudió, entre otros, Mangada. En un momento dado, me soltaron (como se suelta a una rehala de perros) para atacar; no recuerdo la letra, pero sí la música: me sonó de maravilla poder ladrarle al famoso y poderoso urbanista teniendo las espaldas cubiertas; además, creo que llevábamos la razón en aquel asunto en concreto. El Colo (así le llamábamos coloquialmente) era poca cosa frente al citado concejal; pertenecía al grupo blandito del P.S.O.E. (a los que llamábamos “los de Majadahonda”); el hecho de que aceptase posteriormente un encargo chungo, como el de dirigir a la Policía evidencia que no podía aspirar a mucho más; a mayor abundamiento, acabaron pillándole por malversación. No sé si habría podido considerarse malversación el que acabara consiguiendo lo que Rodríguez pretendió (según una leyenda urbana): comprar el palacete de los March en Miguel Ángel 27 para ampliar la colindante la sede de la Diputación (en el 25 de la misma calle). Se había venido arriba con la victoria electoral y, según dicen, le preguntó al vecino que cuánto quería por el edificio; la respuesta era previsible: ¿Y cuánto quiere Vd. por el suyo?
El organismo al que me fui era la Dirección General de Recursos Hidráulicos. Hoy puede que les suene coherente, pero por entonces llamar a un organismo “de recursos hidráulicos” en vez de “de obras hidráulicas” era todo un manifiesto de intenciones. El gesto fue obra de Miguel Aguiló Alonso, un ingeniero de caminos atípico (hizo su tesis doctoral sobre el paisaje de La Alcarria). Concretamente me apunté a la Sección de Márgenes, dirigida por mi antiguo compañero del GATO, Antonio Díaz Vargas; dicha sección estaba en el Servicio de Planificación Hidráulica, dirigido por Antonio Sarabia Álvarez-Ude. Este era (y es, porque tal condición imprime carácter) también ingeniero de caminos y más atípico aún que Miguel. Estábamos bajo su capa (ni por asomo se me ocurre la metáfora de batuta) junto con otros raros: los de la planificación de redes, los modelos matemáticos, los caudales ecológicos y esas cosas; aparte estaban los ingenieros normales, los del hormigón. Todo ello en el marco de una planificación integral: el Plan Integral del Agua en Madrid. Bonito pero excesivamente ambicioso; con los ritmos y plazos de la democracia, proyectar a más de una legislatura vista era y es una utopía.
Logotipo del Plan Integral del Agua en Madrid (1985-1994)
Traigo al pelo el viejo refrán: “A los años mil, torna el río por donde solía ir”, porque mi nuevo puesto de trabajo estaba en la calle Orense 60, el mismo edificio que ocupaba en 1974–1976, cuando estaba en la COPLACO.
La primera parte de nuestro empeño fue realizar un análisis del estado de las márgenes de los ríos y masas de agua de la Comunidad; aquí mi reencuentro con los paisajes. No sólo nos propusimos conocer su estado físico sino también su uso por la ciudadanía. Tanto desde el punto de vista estrictamente técnico-funcional (presión de la demanda, actividades desarrolladas, etc.), como desde el político (propaganda, votos, etc.) había que observar qué hacía la gente en las riberas y eso tenía que ser un día festivo y como hacerlo a pie es estrictamente imposible, se usó un helicóptero. Veinte años después de lo de la peli, me di el lujo de sobrevolar campos y montes, pero esta vez dirigiendo la operación. Al final de mi carrera, cuando el trabajo no era más que “lo que paga las facturas”, si me hubieran hablado de trabajar en domingo y arriesgarme en un vuelo rasante de helicóptero, habría dicho ¡Que vaya Rita!, pero por entonces no lo dudé. El riesgo no era mucho, pero lo había: poco después de tomar la instantánea que muestro a continuación, se encendió el piloto de la presión del combustible y hubo que hacer un aterrizaje de emergencia; con este tipo de aparatos no es mayor problema; con una avioneta, la cosa habría sido distinta. Al final, se comprobó que el problema no estaba en la presión sino en el maldito pilotito y pudimos seguir rumbo norte.
Bañistas en un soto del Jarama 23/06/1985
El helicóptero en un barbecho en Talamanca de Jarama
Las anteriores fotos son mías, que aproveché la ocasión; el producto fue un video de una hora que pongo a disposición de los lectores. Es un auténtico peñazo, de baja calidad y sin casi locuciones, pero contiene unas imágenes que a estas alturas ya pueden considerarse históricas, mostrando los paisajes ribereños y algunos serranos en el siglo pasado. Utilidad práctica en su momento: cero patatero (ninguna obra se ejecutó en la zona volada).
Más adelante se actuó sobre zonas concretas; aquí fue mi reencuentro con las plantas y demás elementos de obra; con mi querida escala 1:1. En total fueron siete obras proyectadas, de las cuales sólo tres llegaron a su conclusión con mi participación. La primera de ellas fue la recuperación ambiental delas márgenes del Arroyo de Matachivos a su paso por Torrelaguna. Gracias a un golpe de suerte (quiebra de la empresa adjudicataria del proyecto anterior) pudimos parar una salvajada muy común hasta entonces: tapar el arroyo en su totalidad (convertirlo, por tanto, en alcantarilla) y hacer una calle encima (con la destrucción de dos puentes de interés histórico). Otra innovación fue no atender exclusivamente al cauce y abordar la actuación de fachada a fachada, es decir, actuar sobre todo el espacio público, cuidando de la inserción en la trama urbana (está en el límite de la zona declarada de interés histórico artístico desde 1974). Se hizo un video explicando la actuación, por lo que cedo el poder descriptivo a estas imágenes:
Otro de los trabajos remarcables fue la restauración y adecuación para el uso público de la gravera de Las Madres, en Arganda del Rey. No dispongo de fotografías para mostrarles el estado de los terrenos en el momento de recibir el encargo del proyecto; cometí el error, de probo funcionario, de dejarlas en el expediente cuando dejé el cargo y vaya Vd. a saber dónde están ahora. Pero, seguramente, muchos de los lectores habrán visto una gravera recién abandonada: un agujero con agua, en medio de un terreno totalmente yermo, con basura y restos de maquinaria incluidos. En el sitio web del archivo municipal hay unas cuantas fotos del lugar en 1985–1987.
Uno de los factores que me hacen tratar sobre esta actuación es su relación con otros trabajos previos, concretamente, con el de la exposición sobre Madrid y los Borbones. Allí expuse, entre otras cosas, el estudio de las variaciones en el cauce del río Jarama, usando cartografía desde el siglo XVIII, además de otras fuentes. Por él había averiguado que la zona en la que ahora tenía que actuar había sido un cauce (madre) del río en tiempos pretéritos. Cuando el agua deja de fluir por donde solía, quedan evidentes restos del álveo, que los paisanos suelen denominar “madres viejas”. El dicho “salirse de madre”, por otro lado, no significa otra cosa que desbordarse, que la corriente supera los bordes de la madre.
Otro factor que para mí resulta memorable fue la controversia con los ecologistas. Curiosamente, yo acababa de abandonar la militancia en ese terreno y ahora me veía del otro lado del mostrador ¡Las vueltas que da la vida! Un grupo de ellos, de la propia Arganda, criticó el proyecto porque usaba algunas plantas no autóctonas; querían enseñarle a su padre a tener hijos. Eso de la autoctonía ya había empezado a tener su cartel y aquellos muchachos lo aplicaban de oído, sin tener gran conocimiento del tema, porque sonaba políticamente correcto. El caso concreto que recuerdo fue en torno a los bambúes, que ellos querían ver sustituidos por cañabravas. Las objeciones a la alternativa autoctonista eran tanto de orden teórico como práctico; de un lado la gravera en su totalidad era alóctona, no estábamos tratando sobre un espacio natural sino sobre todo lo contrario: un terreno degradado hasta el punto de hacer desaparecer totalmente lo que allí hubo cuando era natural. El hábito no hace al monje: por muchas cañitas que pusiéramos aquello nunca volvería a ser un espacio natural¸ como mucho, podía parecerlo. Si pretendían revertir el impacto, habríamos tenido que rellenar la totalidad del agujero con otros materiales y dejar crecer la hierba y poner unos pocos tarayes y álamos blancos, que era lo que había allí antes de que sus antepasados argandeños empezaran a cultivar la vega. Desde el punto de vista práctico ¿Dónde se pensaban que íbamos a encontrar cañabravas para plantar? Ni existían en el mercado, ni se pueden ir robando de predios particulares, suponiendo que encontrásemos suficientes asilvestradas. En una actuación en Fuentidueña de Tajo sí que pudimos trasplantar carrizos de una parte de la orilla a otra del Tajo, porque eran sobreabundantes y todos estaban en dominio público. Las dificultades prácticas de llevar a cabo ideas aprendidas en ámbitos escolares se pueden solventar a veces, pero con costes muy altos. En esa misma obra proyecté cubrir todo el cerramiento (de malla metálica de torsión, totalmente alóctona) con majuelos; es una planta con algunos pinchos y tupe bien (necesario para cualquier cerramiento efectivo), en primavera huele muy bien y en otoño da majuelas para los pájaros. Pues la empresa adjudicataria no consiguió encontrar en España cantidad suficiente de plantones de este arbolillo, por lo que hubo que traerse un camión entero desde Bélgica.
Pero estos alevines de ecólogo tenían sus teóricos. Algún ecólogo metido a ecologista criticó públicamente la política de restauración de riberas que por entonces se llevaba a cabo [1] llegando a afirmar que “el remedio es peor que la enfermedad”. Si Fernando González Bernáldez, su maestro, hubiera vivido, dudo de que hubiera hecho tal planteamiento. Calificaron de “falsas” las restauraciones que no siguieran al pie de la letra los diktats de La Academia. En primer lugar, todos los contribuyentes tienen sus derechos y si una mayoría apreciable quiere adecuaciones en vez de restauraciones y usar el terreno mejorado ellos y no sólo los pájaros, están en su derecho soberano. En segundo lugar, hay en la antigua vega del Jarama, por desgracia, suficiente número de graveras abandonadas rellenas de agua, como para dedicar muchas a unas cosas y muchas a otras. De hecho, en el proyecto de restauración integral de la llamada “Laguna del Campillo”, en el vecino municipio de Rivas-Vaciamadrid, sí se planteó como prioritario el factor ornitológico.
[1] MONTES, Carlos et al.: “La falsa restauración de humedales”, Quercus nº 77 (1992), págs. 16-18
Fotografía aérea actual de la vega del Jarama en la desembocadura del Manzanares.
El recuadro amarillo muestra la antigua gravera de Las Madres (ver el mismo lugar en la reconstrucción de paleocauces
en la exposición sobre Madrid y los Borbones en el siglo XVIII)
De hecho, no todos los ambientalistas son tan dogmáticos y fundamentalistas; la actuación recibió una mención de la Comisión Europea para temas ambientales en el primer Año Europeo del Medio Ambiente (1987), siendo un enclave privilegiado del término municipal. Además, el por entonces alcalde de Arganda, Pedro Díez Olazábal, la mencionó en su discurso de investidura como una de las realizaciones que habían motivado su victoria electoral. De hecho, el Ayuntamiento fue el que tuvo la idea, dos años antes, pero sus pocos medios le impidieron hacer casi nada; lo que hoy se ve es producto de la intervención de la Comunidad de Madrid y de la Madre Naturaleza, que ha seguido su curso natural. La comercialización del espacio no me parece la adecuada pero es lo que hay, si se quiere que las instalaciones cubran gastos y no sean una rémora eterna para las arcas municipales. El Ayuntamiento la coloca entre los espacios naturales, no siéndolo en absoluto, salvo que se considere como “natural” algo mayoritariamente compuesto por elementos naturales (agua y plantas), aunque contenga puentes, embarcaderos, restaurantes y aparcamientos.
Desde el punto de vista editorial, a esta época corresponden sólo un par de publicaciones: El agua en Madrid y la codificación de cauces incluida en el libro sobre Caudales ecológicos.
El mismo año 1987 surgió otra posibilidad atrayente: el Patronato Madrileño de Áreas de Montaña (PAMAM), recientemente creado. Su directora técnica, Rosa Barbeitos Alcántara (excompañera en el S.T.U.) me llamó para llevar el área de medio ambiente y no lo dudé un segundo. En primer lugar, porque mi innato reduccionismo y mi siempre insatisfechas ansias perfeccionistas me orientan hacia tareas/territorios cuanto más pequeños mejor. El mejor de los puestos de trabajo que pude nunca soñar sería el de director-conservador de la Casa de Campo. En segundo lugar, porque la brega con contratistas en calidades, precios y plazos a veces resulta bastante desagradable. En tercer lugar, porque La Sierra es un espacio más grato para trabajar que el Área Metropolitana o los pueblos de secano y por último, pero no menos importante, porque me ofrecían un nivel 25, el máximo que un titulado de grado medio puede conseguir en la Administración.
El motivo de la creación de este organismo autónomo era, fundamentalmente, el intentar sacarles de la condición de zona de economía deprimida, según los criterios de la Comisión Europea. Porque La Sierra es muy bonita para los urbanitas, pero, como dijo el literato:
Era del sur del Tirol, de un pueblo que casi se ahogaba al pie de una alta cumbre, aplastado por el paisaje, la montaña y la pobreza
SÁNDOR MÁRAI: El amante de Bolzano (1940)
Hice de todo, pero voy a resaltar solo los aspectos más vistosos, que tampoco es esto un currículum al uso. Por conveniencia política (propaganda), hicimos un video sobre un aspecto muy concreto: la instalación de salvapájaros en líneas eléctricas de alta tensión; gracias a esto queda testimonio para la posteridad:
Una de las tareas en las que me impliqué más a fondo fue en la concepción y creación del Centro de Turismo de la Sierra Norte “Villa San Roque” (porque así se llamaba el chalé donde se instaló). Últimamente le han añadido la palabra “innovación” por la palabrería al uso entre los políticos, a la par que desmontaban el ecomuseo que ocupaba la primera planta (Muy innovador eso del despilfarro de los dineros públicos). Imperdonablemente, no tomé la precaución de fotografiar todo, porque tampoco me cabía en la cabeza que tal inmoralidad y desfachatez pudiera ocurrir.
Su finalidad era ayudar a comprender → enseñar a amar → fomentar el turismo → mejorar la actividad económica, sobre todo pensando en los niños, para ir creando hábito. Acerca del uso del Centro como pieza del mecanismo didáctico están los materiales que se usaron durante un tiempo para excursiones con base en el centro. Lo que sí se ha mantenido (porque talar árboles no es políticamente correcto, mientras que lo de eliminar museos parece que sí) es el jardín botánico anejo. Parece que ha tenido éxito porque el político de turno pasó una nota de prensa sobre su “inauguración” el año 2009, cuando estaba acabado en 1995.
Como dicen que dicen los chinos: cuando estás en la cumbre es el momento de preocuparse; de ahí en adelante todo va cuesta abajo. Me impliqué en la tarea hasta el punto de verme un día a las 22:30, esperando a un camión que venía desde Rubí con materiales para el ecomuseo, cuando mi jornada de trabajo acababa a las 15:00.
Las publicaciones relacionadas con la Sierra Norte, hechas tanto dentro como fuera de las horas de trabajo (ambas cosas casi siempre) son en total nueve: La sierra a lo largo del tiempo, El paisaje de la Sierra Norte de Madrid, según Idrisi, los seis fascículos de la colección Nuestros pueblos y el libro sobre Despoblados en la Sierra Norte. Entre los inéditos, el de Vegetación potencial y vegetación autóctona. Aparte está mi aportación a que otras vieran la luz, como encargado de una parte de la línea editorial del organismo.
Un mal día le dije al gerente del Patronato que no firmaba cierto informe y que ponía el cargo a su disposición; como el cargo era de libre designación, me echó. Lógico y natural, siendo las cosas como son; si hubiera tenido que justificar ante el contribuyente sus motivos posiblemente no lo habría hecho. Por saber de mi carácter insumiso (de subordinado molesto) hice los esfuerzos que hice por hacerme funcionario, porque en la empresa privada habría acabado de patitas en la calle; veinte años después de tomar aquella decisión se demostró que sabía lo que hacía. Me pasé unos cuantos meses acudiendo a mi puesto de trabajo sin recibir encargo alguno; este acoso laboral no me afectó en absoluto, porque a estas alturas ya tenía más conchas que un galápago. Al igual que en la situación idéntica en mi primer trabajo, aproveché para estudiar temas de la misma Sierra Norte; lo llamaba por entonces “la beca mejor pagada del país”; habría que ver qué habrían opinado los contribuyentes (de mí y del otro) si se hubieran enterado.
Desde el año 2000 hasta el 2013 vinieron lo que en baloncesto se llaman “los minutos de la basura”. Reubicado en el Servicio de Infraestructuras Locales de la Dirección General de Cooperación Local, mi tarea fue la fiscalización de obras y subvenciones en los municipios. Posiblemente, este tipo de tareas fueran más importantes desde el punto de vista de la ciudadanía: todo el mundo quiere aceras, centros culturales, alcantarillas, camiones de basura, farolas, etc. y dudo que lo que había hecho hasta el momento tuviera el aprecio general, por ser bastante menos tangible. El hacer de malo (sacafaltas profesional), por otro lado, se acomodaba bastante a mis capacidades.
Así que con esto llegó la jubilación y se acabó el capítulo principal (al menos el más largo) de mi vida. En lo particular, se produjo el desapego al territorio que hasta entonces había amado: no más publicaciones sobre la Comunidad de Madrid, ni como un todo ni de ninguna de sus partes. Tomó el relevo la genealogía y, especialmente, la relacionada con la tierra de mi madre, La Tierruca, dando como fruto los doce artículos que pueden verse en las publicaciones.
Si alguien quiere conocer mi currículum laboral expresado en la forma más clásica, aquí se lo muestro; se listan la totalidad de las ocupaciones, muchas de las cuales no tenían interés a la hora de redactar este resumen. Se trata del último de los muchos que tuve que hacer por necesidades laborales (en 1994), de modo que no está actualizado.
El primer trabajo acabó en despido y la llegada al último se produjo por la misma causa (15 años de empleos sin interés); entre medias, 27 años de trabajos buscados y conseguidos, o sea, con realización personal en mayor o menor grado. Creo que la proporción tampoco es muy negativa; muchos se darían con un canto en los dientes.
Desde entonces mi vida se ha centrado en rematar las tareas que tenía empezadas: la genealogía tanto familiar como de los flamencos trasmeranos, artículos varios que tenía empezados y la divulgación de mis fotografías. Hay personas para las que su trabajo es / era todo en su vida, con poco o nada que hacer fuera de él, al menos en plan activo; a estos la jubilación les hunde, porque se sienten inútiles. Confunden su vida enajenada (la ocupada en alquilar su fuerza de trabajo) con su vida propia. En mi caso, es de aplicación una frase que no me he inventado: ¡No sé cómo encontraba antes tiempo para ir a trabajar!
De lo que dé de mí hasta el final de mis días o hasta la senectud total estarán puntualmente informados a través de este sitio en el ciberespacio. Amén.