Facebooklet

Décadas antes de que se crearan Facebook, Internet y hasta la informática casera, se me ocurrió hacer un cuadernillo de caras, por medios analógicos. Era justo cuando empezaba con mis aficiones de historiador (o mis afanes de anticuario, si prefieren): para ver pasar el tiempo en la secuencia más larga a la que tenía acceso. De mis primeros ocho años de vida contaba con unos pocos retratos hechos por mi padre y de fotos de estudio. A partir de 1958, hacen su aparición los retratos de Fotomatón: el resultado de pasar seis décadas asumiendo que El Estado, en sus múltiples ramificaciones, me exigiera identificarme en un carné. Y no es que me queje, incluso si no hubiera Estados, sería necesario que las personas titulares de un derecho se identificasen para acceder a determinados lugares o servicios y por entonces no había otro medio (y dudo que lo haya mejor). Los estadounidenses, entre otros, se niegan a crear el equivalente de nuestro D.N.I., por considerarlo una intromisión estatal en su intimidad y una merma a sus sacrosantas libertades. Pero allí, como en todas partes, existe la función de identificación facial y, por tanto, tiene que haber un órgano para que funcione; lo suelen sustituir por el carné de conducir [permiso para manejar], con lo cual se auto-reducen de la categoría de ciudadanos a la de conductores; allá ellos. Después del retiro (2013), la necesidad de sacarme nuevos carnés prácticamente ha desaparecido, o los organismos disponen de sus propios sistemas para fotografiar a los solicitantes de esto o lo otro. O sea que, al final, he tenido que meter unos pocos autorretratos (dos de los cuatro selfies que me he hecho en cinco años: lo que muchos se hacen en cinco minutos).

Este apartado lo considero corolario del narcisismo intrínseco que implica crear un sitio web personal, pero también lo planteo como una contribución a l’arte povera: a la fotografía minimalista, de subsistencia. Esta es la única que ha tenido un sector de la población mundial hasta ayer mismo, como aquel que dice (en mi opinión, lo de la lomografía fue una chorrada pasajera). Pero no es solo eso; las cosas a veces no son lo que parecen y casi siempre son lo que parecen, pero nunca son solo lo que parecen. Tras este ensayo está el instinto casi atávico de comparar el antes y el después. De niño aún llegué a conocer los afamados Chocolates de Matías López, con su memorable publicidad:

Algo más mayorcito, hice una expedición de saqueo y expolio a su abandonada fábrica de El Escorial y me hice con una buena colección de envoltorios como el expuesto. Más mayorcito aún, lo del “antes y después”, llevado a la evolución del paisaje urbano, nos llevó (como a los estudiosos de muchos otros lugares) a publicar el librito Vicálvaro, ayer y hoy. Me habría gustado volver una y otra vez a los mismos lugares visitados, para comparar el influjo del tiempo y las meras estaciones del año, pero para eso habría necesitado dos vidas; en unos pocos casos sí que lo hice, como el siguiente:

Un servidor de Vds. en un mirador en Cotatuero (Valle de Ordesa), en 1973 y 1993

En esta pareja de imágenes el paisaje, afortunadamente, sobrevive incólume; la manía de las camisas de cuadros Madrás se mantiene; los funcionarios han apañado un poco el mirador (aunque era menos seguro en 1993);  el haya de detrás y los pinos del risco han crecido un poco, al igual que mi calva. Pero en estos casos se trató de comparar una sola pareja de imágenes y esto sabía a poco.

La aparición en el mercado, a precios asequibles, de los programas de face morphing me aportó la posibilidad de llevar a término lo que estaba larvado en la motivación inicial: ver la peli de mi careto, no fotograma a fotograma, sino “en vivo”. Me uno así a una serie de aficionados que están haciendo lo mismo (o algo parecido) a nivel mundial. Tal vez le sirva a alguien más para abrirle horizontes (que el mundo, antes, era “en blanco y negro”, por ejemplo) o de simple entretenimiento.

72 años de evolución facial animada
 72 Years of face morph progression