El seny y la rauxa

Pocos dudarán de que todo barcelonista obtenga su mayor gozo cuando su equipo le mete una manita al Real Madrid. Pero también es cierto que un pura sang culé tal vez sería más feliz si el Barça perdiera por 0-1, gracias a un penalti injusto pitado en el último minuto. El antiguo y solo en parte cliché del victimismo catalán. Hay muchos de ellos que preferirían que el resto de españoles les odiasen, para justificar su odio inverso. Por ello seguramente no les agrade lo que voy a contarles: que hay unos cuantos ciudadanos del Estat Espanyol que les aprecia o, al menos, aprecia una cosa que ellos suelen tener y los demás no: el seny, que por su esencia es intraducible e intransferible. En el procés parece demostrar que lo han perdido, pero no voy a entrar ahora en eso, sino que voy a contarles cuándo y cómo empecé a capacitarme para lo que ahora está pasando. Fue en 1991 y en La Cerdaña cuando descubrí que toda moneda tiene dos caras y que una de las caras de la catalanidad solía estar oculta para el resto (o no le hacíamos especial caso, porque no era nada extraño en un país habitualmente cainita): la rauxa. Enseguida les cuento cómo y cuándo descubrí esa faceta; primero, el contexto.

Tras una rápida ojeada al Bagés y el Bergadá nos aposentamos en Lles y dimos unas cuantas vueltas, en coche y caminando, por buena parte

Apunte de Lles de Cerdanya; al fondo, la Sierra del Cadí

de la Cerdaña (española y francesa), Andorra y el Alto Urgel. No voy a cantarles las bellezas naturales de la zona porque son (o deberían ser) de sobra conocidas, porque este relato va de sociología. De un lado, muestras claras de progreso y civilización, como lo fue asistir a la inauguración del canal de aguas bravas de la Seo de Urgel (puesta a punto para las Olimpiadas de Barcelona del año siguiente) o el alegre y reconfortante Encuentro de Acordeonistas (que  decía  ser del Pirineo, pero donde había instrumentistas de otros países) en Arséguel.

Trobada d’acordionistes del Pirineu (Arsèguel, 1991)

De otro lado, los pueblos abandonados de la solana de la Sierra del Cadí y otros que oficialmente no lo estaban, pero que no tenían ni indicador de carretera. En la puerta del ayuntamiento de uno de ellos se anunciaba la próxima visita del honorable President  (que por entonces era Jordi Pujol i Soley) y rogaba al escaso vecindario que sacase a los balcones y ventanas las mejores engalanadas que cada casa tuviera (como en Bienvenido, Mister Marshall), con la diferencia de que el personaje no venía de Guasintón, sino de Barcelona.

Un buen día nos pilló la caída de la tarde en un pueblo que no recuerdo bien; creo que era Aránser o Músser, pero no pondría la mano en el fuego. [INSERTO: Si han picado y buscado en los enlaces ofrecidos para estos dos pueblos, habrán visto que tienen artículo en catalán y en polaco (de Polonia); una muestra de la escasa atención que le prestan los espanyols a nuestros polacos]. El caso es que estaba a punto de empezar un festejo nupcial-gastronómico: todo el pueblo y otros tantos emigrantes retornados se disponían a lo largo de varias largas mesas al aire libre (al estilo de los biergarten bávaros). En pueblos con unos 50 habitantes censados, una boda había de ser un gran acontecimiento. Y ahora viene la primera sorpresa: ¡Nos invitaron a la fiesta! Este gesto, que los clichés nacional-regionalistas atribuirían sin duda a andaluces o napolitanos, se dio en un sitio que no es Francia por poco (porque a los franceses no quisieron apretar más en el Tratado de los Pirineos). Aparte de en La Pampa argentina, no recuerdo haber perpetrado tamaño ataque colesterólico a mi organismo, a base, fundamentalmente, de butifarras de colores y sabores que ni nos imaginábamos que existieran (los invitados fuimos la familia entera: tres personas; o sea que tampoco había allí nada de la tacañería que les atribuyen). Había música y vino; mucho vino.

El zumo de uva fermentado tiene muchas cualidades positivas o negativas, según la cantidad de líquido y la calidad del organismo recipientario de la primera parte. Una de ellas es que desinhibe y en un pueblo en el que la mitad eran familia (digamos Capuletos) y la otra mitad (digamos Montescos), saltó la chispa. No tengo cifras exactas, pero las reyertas en Navidad, cuando se juntan familias amplias, son siempre bastante superiores a los días normales: que si a Fulanita me la había beneficiado yo antes, que si el teu avi va robar una noguera nostre, que si esos rojos de mierda… No nos percibimos de la tal chispa hasta el momento que ya había empezado a arder la pradera: los familiares y amigos de uno contra los familiares y amigos del otro a voces y empujones (tal vez todos familiares entre sí y amigos antes del suceso). Una reyerta en la que en un momento dado salió a relucir una navaja. ¡Pura Carmen de Merimée! Allí descubrimos la rauxa. Nuestra hija con miedo por el alboroto y nosotros (neutrales) simplemente asombrados.

En ocasiones anteriores habíamos llegado a la conclusión, generalizada entre el resto de los españoles (sobre todo los castellanos), de que los catalanes “son muy suyos” (¿cómo explicarle esta frase a un extranjero?). La fijación de esta idea ocurrió en Tortosa, años antes. Nosotros nunca hacemos cenas copiosas y cenar de picoteo es una buena solución: unas tapitas aquí y unas tapitas allá; se tiene más variedad y se conoce más ciudad. Pero nos resultó casi imposible; buscando dónde yantar veíamos a gente presurosa (muchos de ellos llevaban una bandejita de dulces), que se metía rápidamente a sus casas. Nada de confraternizaciones y tasqueo por las noches (txikiteo dirían los vascos que para eso son muy nuestros). Y eso que era el Sur ¿Qué pasaría en Olot o Vich? Sin embargo, en el norte profundo de Cataluña descubrimos que, sin dejar de ser cierto que eran muy suyos, también podían ser muy nuestros. Para bien y para mal.