La cabaña

Hay viajes cortos que tienen un recuerdo largo y también los hay largos cuya remembranza se disuelve como un azucarillo. Para mí este viaje fue de los de más larga influencia en mi vida, pues a consecuencia de él conocí a la persona que habría de ser mi pareja durante más de medio siglo. A decir verdad, la conocía de antes, pero solo de vista; fue en marzo de 1971 cuando la empecé a conocerla lo suficientemente bien como para decidir que tenía que ser mía (y a la inversa).

Ambos andábamos por entonces metidos en cosas de política y en aquellos tiempos y contexto tener una reunión era considerado causa justificada para dejar de hacer cualquier otra cosa. Estábamos convencidos de que faltar a solo una de ellas podría atrasar indefinidamente el final de la dictadura y el advenimiento de la revolución social. En nuestro entorno, nadie se extrañaba de esto ni se lo tomaba a mal: hoy por ti y mañana por mí. Aquel viernes de marzo me tocó a mí y a ella no, por lo que hube de subir a la Sierra solo, con el agravante de que fue a unas horas en que el tren llegaba solo a Navacerrada y no hasta Cotos. Así que me tocó hacer a pata los siete kilómetros que los separan.

El trayecto es prácticamente llano y la carretera estaba solitaria y limpia de nieve; para mejorar la escena había luna casi llena que hacía brillar los cristalitos del agua helada allá y acá. A pesar de lo poético que resultaría, no quiero mentir diciendo que la luna rielaba, porque su luz no era trémula en absoluto, sino dura y tensa.  Claridad y pureza, eran las palabras que me venían a la mente; tan alejadas de la realidad cotidiana. Yendo por la provincia de Segovia e incluso vislumbrando la ciudad en la lejanía, se me vino a las mientes ese canto de Carnaval que dice “Es la moza segoviana / la mujer que yo más quiero/ son sus ojos más bonitos / que la lunita de enero”. No estábamos en enero, pero sí imperaba el anticiclón de enero, que a eso se refiera la copla: el tipo de tiempo seco y helador que se suele instalar en la meseta por esas fechas. Es por entonces cuando es también de aplicación eso de “El frío de Madrid, que mata a un hombre y no apaga un candil”: absoluta estabilidad del aire, con frío intenso por el cielo rasísimo. Estando allí se podía percibir con todos los sentidos esa situación; en la ciudad ya no era ni es posible: la inversión térmica hace que los contaminantes no se dispersen y la pobre lunita de enero casi nunca brilla como antaño.

Tras ese trayecto facilón y placentero (algo más de una hora) y ya en Rascafría, tocaba bajar hacia el arroyo de la Angostura y volver a subir por la ladera norte de Cabezas de Hierro (300 m. de desnivel acumulado, esta vez con nieve hasta la rodilla = otra hora y pico). Al final se llegaba a la cabaña. Era esta una construcción de madera (no de rollizo como las canadienses, sino de tablas) construida por los leñadores de La Belga tiempo atrás, cuando no había los medios que hay hoy y tenían que dormir (ellos y sus animales), en el monte.

Nosotros y otros (Marzo 1971)

No sé quién la descubrió, pero la okupamos semana tras semana durante los inviernos de dos años (en verano dormíamos al raso). Era un colectivo heterogéneo, más o menos de izquierdas, pero fundamentalmente montañeros que, tras adoptarla, hicimos una limpieza integral y toda clase de mejoras. Un pequeño falansterio colectivista e igualitario en medio de la Madre Naturaleza; un presente duro, pero gratificante, y un futuro que augurábamos luminoso. ¡Qué bonito!

Pero poco dura la alegría en casa del pobre. La voz se fue corriendo descontrolada y no pudimos impedir que otros colectivos se enterasen y acabasen apareciendo por allí. Por entonces ya tenía más o menos claro que la amistad no tiene la propiedad conmutativa: el amigo de mi amigo no necesariamente es mi amigo (salvo para los políticos profesionales y otras gentes sin principios). El caso es que un día ciertos usuarios la quemaron por negligencia (con el terrible riesgo de incendio generalizado). No teníamos la prueba de quiénes fueron, pero sí indicios de que habían sido unos ácratas del barrio del Pilar.

Intento de reconstrucción (Septiembre 1972)

Tras la consternación y la ira se impuso la ilusión y el colectivismo y nos planteamos construir una igual o parecida. La aventura terminó cuando un día nos encontramos una notita en el tajo diciendo que las herramientas estaban en el cuartelillo de la Guardia Civil. Naturalmente, nadie fue a reclamarlas.

Pero yo me quedé con la chica.