La rissaga del 84

El arroyo de la sierra
me complace más que el mar
Guajira guantanamera

Once palabras en dos versos venidos del otro lado del charco. Dos versos a los que a menudo me agarro como a dos firmes peñones para resistir el embate de las olas. No estoy sólo; no estoy loco. Hay otras pruebas de ello, pero ninguna tan poética como esta, de que hay más gente a la que el mar no le interesa.  Yo lo considero un territorio hostil: si lo pisas, te hundes y no se puede beber. Me resulta extremadamente monótono; ya sé que me dirán que las olas son todas distintas, a lo que les respondo que también son todas iguales; además, las olas bonitas (las que rompen) suelen estar en las costas que, efectivamente, tienen lugares de gran belleza, pero porque la mitad es tierra firme.

Sin embargo, en junio de 1984 me hice a la mar. ¿Por qué? Pues, básicamente, por probar; en algunas ocasiones, cuando manifiestas cierta opinión en público sobre tu no admiración a cierta actividad, comida o lo que sea, algún listillo sale con eso de ¿Acaso lo has probado? Yo ya intuía cuál iba a ser el resultado de la travesía, pero necesitaba tener munición para poder callar al siguiente que lo preguntase. Y también existía la posibilidad, bastante remota, de que le cogiera afición al asunto, viendo cosas que no se ven con los ojos de la cara desde tierra firme.

El soporte flotante fue un yol clásico (de madera) de 15 metros, de nombre Falconero. El puerto de embarque, Burriana y el de destino Ciudadela de Menorca. La jornada comenzó el viernes 22 de junio, de noche, tras hacer tropecientos kilómetros después de la salida del trabajo. Las cosas empezaron mal, porque una vez en mar abierto comprobamos que no había viento suficiente para llegar el día de San Juan, que era lo previsto. Hubo que hacer casi todo el recorrido a motor, los cual le quitaba la mitad de la gracia al viaje.

El objetivo, amén de la pura navegación, era conocer las singulares fiestas del solsticio (vestidas de San Juan) de la capital del poniente menorquín. Como sabíamos que eso se les habría ocurrido a unos cuantos miles más, estábamos dispuestos a dormir (poco o mucho) en el barco, fondeado fuera del singular puerto natural de la ciudad(ela). Llegamos justo al amanecer y vimos que no había nadie más fondeado fuera (Qué raro)

Seguimos avanzando con cautela y dentro del puerto también había muchos huecos, pero algunos de ellos dejados por embarcaciones que estaban sobre los tejados y otros ocupados solo por los mástiles de embarcaciones que estaban en el fondo (Más raro aún). Me temo que ninguno de los urbanitas mesetarios que formábamos la tripulación se había estudiado bien la oceanografía de esa parte del Mediterráneo y no sabíamos lo que eran las famosas y recurrentes rissagas típicas de la Ciutadella. La palabra “resaca” estaba dentro de las previsiones, pero la ubicábamos después del gin del segundo día y no antes del desayuno del primero.

Mal de muchos, consuelo de pocos: aparcamos en el mejor sitio. Luego viene lo previsible; no les voy a narrar las fiestas de San Juan en esta punta de la isla porque están descritas en muchos sitios, por ejemplo, aquí. Según decía mi maestro Fernando González Bernáldez, el paisaje es “la percepción multisensorial de un sistema de relaciones ecológicas subyacentes”. Muy complicado para los no especialistas, pero una vez que hayan conseguido tragar y digerir el concepto, ya verán como les aprovecha. Fijémonos en el adjetivo “multisensorial”: dejando de lado, por obvio, que es a través de la vista que nuestra especie percibe más información sobre su entorno, todos los lectores habrán experimentado que ciertos olores son más evocadores de paisajes y situaciones de la infancia y juventud que lo que se conseguiría cerrando los ojos para recuperar las imágenes de la memoria. Me gustó el paisaje urbano del centro, con esa mezcla de estilos, colores y volúmenes que reflejan la absoluta mediterraneidad, pues a ratos te parece estar en Argel y a ratos en Nápoles. Pues, a pesar de ello, mi paisaje ciudadelano está marcado por los sonidos: el chasquidito constante y ubicuo al pisar las cáscaras de avellana y los vasitos de plástico del gin. Inconfundible e irrepetible. Todo el clima y toda la historia de la isla balear concretadas en algo aparentemente nimio. Fíjense en lo sucesivo en estos detalles nimios que a veces definen mejor un ecosistema que los más voluminosos y conspicuos, como las plantas indicadores en las formaciones vegetales. No tengo fotos de ningún tipo de jolgorio, ya que, por una vez, iba a meterme en jarana y no a ir mirón.

La vuelta fue mucho más satisfactoria desde el punto de vista náutico: cielo raso y vientos constantes del norte de fuerza 5 a 8. Hasta los delfines acudieron a la cita y nos acompañaron un rato, a menos de un metro de la quilla.

En la foto del lobo de mar que aparece a la derecha (que coincide con la que fuera mi vera imagen) tal vez puedan distinguir un chisquero, artilugio sumamente útil en situaciones ventosas. Me ha acompañado muchos años y cada vez que lo sacaba en el extranjero, no faltaba alguien que se asombrara con el chisme, dándome el gustazo de frotarles por los morros la tecnología celtibérica (risible para algunos) y su eficacia. Lo de épater les burgeois es diver, pero es que el aparato funciona: sirvió para realizarme en mi rol anti-consumista y anti-desarrollista y fumar al aire libre, aunque soplen recios el mistral o la tramontana. Me venía a la cabeza esa leyenda sobre los comienzos de la carrera espacial: previendo las dificultades que tendrían los bolígrafos para funcionar sin gravedad, los yanquis dedicaron considerables cantidades a desarrollar bolígrafos adaptados a esas circunstancias; mientras tanto ¿Qué hacían los rusos?: escribir con lápiz. Por si algún lector conocedor del tema quiere pillarme en un renuncio, he de aclarar que el aparato no fue celtibérico en origen, sino que fue de invención de los franceses (a finales del siglo XVIII), según un Académico:

 “…un moderno instrumento que también adquirió estos días en París: una minúscula piedra de sílex y una ruedecilla de acero incorporadas a un tubito de latón que contiene la mecha, de modo que para encender ésta, sacando chispas, basta con accionar fuerte la ruedecilla. En realidad se trata de una versión a tamaño reducido del portamechas que desde hace algunos años llevan los granaderos en el correaje, a fin de dar fuego a las granadas. Briquet lo llaman en Francia, que equivale a la palabra española eslabón. Invento práctico de cualquier manera, opina el almirante, que sin duda tendrá éxito para uso doméstico, en los viajes y entre la gente que fuma”

            ARTURO PÉREZ REVERTE: Hombres buenos (Madrid, 2016), pág. 352

Resumiendo: todo muy bonito, pero no he vuelto a navegar a vela ni a subirme en embarcaciones de motor, salvo que fuera absolutamente imprescindible, como en la Antártida. Si me pierdo, no me busquen en playas ni en el proceloso piélago. Nací de secano y así moriré.

El buque Ocean Nova, desde una zodiac, camino de la Isla Cuverville (2012)