Un corte en el Atlas

En las Navidades de 1982 fue nuestro primer y último viaje a Marruecos. Dicho así puede parecer que generamos aversión por el vecino del Sur, pero no es tal; simplemente, el mundo es muy grande y tendíamos a no repetir país mientras quedaban tantos por conocer. Fuimos en viaje organizado, aunque no demasiado: lo montó una empresa que estaba empezando (compuesta por dos personas por entonces); no doy el nombre porque no estoy del todo seguro. Dos ex-mochileros (uno de ellos con pendiente, no muy corriente por entonces) vieron que se podía ganar dinero haciendo casi lo mismo que habían hecho hasta entonces y llevando a otros. El estilo trekking y aventura estaba naciendo y con pocos medios: usamos una furgoneta DKW de carretera que en una de las pistas partió el eje, por lo que no pudimos pasar al sur de Uarçaçat:

Tal vez les extrañe esta grafía para el nombre de la población que nuestros guías llamaban “Ouarzazate”. [Si saben francés, olvídenlo y pronuncien en castellano: O-U-A-R-Z-A-Z-A-T-E] En la Wikipedia han optado por “Uarzazat”, más parecido a su sonido real, al menos en las variantes del español que sesean, dado que en Castilla perdimos el sonido de la ç hace mucho. Por haber sido colonia francesa, los marroquíes usan la fonética de esa lengua para la transliteración de la toponimia árabe y beréber. En los mapas ponía “Ouarzazate” y aquellos muchachos lo leían tal cual; poca cultura para adentrarse y comprender un país y menos aún para intentar explicárselo a otros.

Esta digresión lingüística es conveniente para percibir, junto con otras pinceladas, el escenario sociológico que este viaje tuvo: gente de buen rollito que se había bajado al moro. Estaban en los antípodas del asustadizo y remilgado japonés que no quiere palpar el país. Para ellos todos eran “amigos” y querían confraternizar; si alguien les invitaba a “tomar un té”, iban encantados, para descubrir que, casualmente, cada presunto anfitrión tenía un primo que hacía alfombras y si no compraban, la cosa se ponía tensa, en el mejor de los casos. A más de una acabaron tirándoles piedras los chiquillos por hacerles carantoñas. Por supuesto, nosotros no entrábamos a ese juego, tanto por suponer lo que iba a ocurrir, como porque no considerábamos que el papel del turista sea meterse en casas ajenas. De entrada, no somos amigos de cualquier compatriota que nos crucemos por la calle y menos de unos extranjeros a los que nunca más volveríamos a ver. Por ello, agarrando el rábano por las hojas, la mayoría nos consideraban un poco estirados y ellos se creían más guay.

Volviendo a la imagen arriba expuesta, les diré que, pese a su apariencia, no es la muralla de una alcazaba o medina, sino un pastiche creado en 1981 como espacio para ferias, fiestas y demostraciones. Rizando el rizo de la escenificación están los estudios cinematográficos Atlas, iniciados el mismo año en que nosotros pasamos por allí. Como los decorados almerienses del spaghetti western. De un lado, todos clamamos contra las construcciones que rompen los paisajes naturales o culturales de valor, pero, por otro, falsificar edificaciones (o pueblos enteros) atenta contra la historia, la cultura y los derechos de los ciudadanos a conocer la verdad. Hoy día, en Europa, hacer lo que hizo Viollet-le-Duc en el siglo XIX sería ilegal. Los edificios, como las personas, también pueden ser falsos.

Una vez esbozado el escenario sociológico, pasemos al escenario real donde se produjo mi exitosa representación: las Gargantas del Todra:

Noche del 31 de diciembre; interior; el grupo de turistas, guías y el propietario del mesón alrededor de una inmensa bandeja con los restos del tayín y cuscús consumidos en la cena. Ganas de jarana entre los hispanos, por aquello del fin de año; cancioncillas patrias y populares. Entonces un servidor, algo achispado, se lanzó con una canción marroquí; el mesonero y su hijo, sorprendidos y palmeando a ritmo encantados; los guiris pasmados y callados como muertos. Resulta que, llegados al lugar y momento adecuados, ese señor tan frío, que no se dejaba “invitar a tomar un té” supo conectar de verdad con los indígenas. Les di todo un corte.

La cancioncilla me la enseñó un compañero de estudios en la Escuela de Ingeniería Técnica Agrícola de Madrid, diez años antes, en algunos ratos muertos entre clase y clase. No había racismo por allí, pero nadie intimaba tampoco con el moro y él agradecía mi atención. Casualmente, tenía otro compañero, español pero nacido en Nador en los tiempos del Protectorado. Yo sí tenía amigos moros y no los del pendiente.