Y en Etosha se hizo la noche

Mea culpa. Todo empezó porque perdimos demasiado tiempo en Tsumeb; habíamos salido de Windhoek, rumbo norte, hacia el Parque Nacional Etosha pero cuando quisimos darnos cuenta en dicho sitio se nos había echado el tiempo encima. Para llegar al destino antes de que cerrasen, la parte “fácil” fue ponerse a 150 por las amplias y casi desiertas carreteras de Namibia, pero el tramo final, rumbo oeste (con el sol rasante justo enfrente de los ojos) fue un auténtico calvario.

Finalmente, llegamos a la entrada del parque nacional a las seis menos cinco; la funcionaria nos admitió de muy mala gana, pues un cuarto de hora antes de cerrar ya se había puesto a hacer caja y recoger, para salir a las seis en punto (¿Les suena?). Así pues, fuimos los últimos ese día. Camino del centro de acogida íbamos, francamente, un poco rápido, pues no era plan que se nos hiciera de noche en despoblado; tampoco tanto, unos setenta-ochenta Km/h, cuando el límite era de sesenta, creo recordar. La carretera era estrechita y la densa vegetación llegaba hasta el borde. Y entonces ocurrió: un órice saltó de la espesura poniéndose en medio de la calzada.

Dicen que los humanos por debajo de la corteza cerebral mantenemos las estructuras arcaicas generadas por la evolución para solventar situaciones de peligro de forma automática, vía adrenalina, sin tener que pararse a reflexionar. Si aquel pobre antílope (que compartía con nosotros una buena parte de esquemas cerebrales) hubiera tenido la posibilidad de pensar una fracción de segundo, seguramente habría decidido de forma casi automática dar un brinco equivalente al que le puso dentro de la carretera, hacia adelante. Pero su sistema límbico le ordenó lo que tenía que hacer ante un peligro inminente: retroceder al seguro lugar del que procedía. Pero sus pezuñas no han evolucionado para adaptarse al asfalto; el quiebro y brusco impulso de intento de retroceso le hizo resbalar y casi caerse, perdiendo un tiempo minúsculo pero letal: el encontronazo fue, a pesar del frenazo, inevitable.

Hay gente que, tras verse afectada negativamente por un suceso incontrolado e imprevisible dicen (tal vez influenciados por Hollywood): ¡No es justo! Dudo que esas mismas personas, si se ven beneficiadas por un evento, así mismo ajeno a su voluntad digan los mismo, pero éticamente son casos equivalentes. No fue “justo” que llegásemos a tiempo para entrar, porque, a pesar de nuestros esfuerzos (obligados por nuestra negligencia previa), fue la suerte la que hizo posible nuestra entrada: no hubo ningún contratiempo. No fue “justo” para la funcionaria tener que deshacer parte de su trabajo y llegar a casa un poco más tarde, porque unos blanquitos no habían mirado el reloj a tiempo. No fue «justo» para el órix morir de esa manera: nadie le había puesto a él señales de “Peligro coches”, ni le habían preguntado si quería un parque nacional con carreteras asfaltadas. Su mala suerte se unió a la buena nuestra por segunda vez: como consecuencia del resbalón, su centro de gravedad bajó y al embestirle salió hacia un lado y no hacia arriba, lo que habría sido lo más normal con un animal de esa alzada. Si así hubiera sido, sus doscientos kilos de peso se habrían proyectado contra el parabrisas, con consecuencias imprevisibles, pero pavorosas.

Pasado el shock, bajamos a evaluar los daños y, dolorosamente, presenciar el final de la corta agonía de aquel bellísimo animal. Por tercera vez la suerte se puso de nuestro lado, también de forma “injusta”, pues no habíamos estudiado bien el contexto ni las eventualidades. La mujer del director del parque, que volvía de compras de un pueblo próximo, llegó donde estábamos unos diez minutos después del suceso (tenía su propia llave) y a gritos nos conminó a que entráramos al vehículo: entre dos luces y olor de sangre fresca crean un escenario idóneo para la presencia de grandes felinos hambrientos. Tras hacerse cargo de la situación, se fue al complejo de dirección y alojamiento, prometiendo que mandaría ayuda. Tuvimos un tiempo para reflexionar sobre lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer cuando conduces por un parque nacional africano y para calcular el multazo que nos podía caer por dañar la fauna protegida (ya que el exceso de velocidad era indemostrable). Y para pensar en la «nochecita toledana» que se nos venía encima si la señora no cumplía con su promesa porque, con la puerta de acceso cerrada, nadie más pasaría por esa carretera hasta el día siguiente. Pero cumplió; era noche cerrada cuando se presentaron dos cuadrillas de trabajadores del parque, en sendas camionetas: una para remolcar nuestro vehículo y otra para cargar al difunto antílope. Nuestro coche era muy sólido y estaba dotado de unas hermosas barras frontales, porque lo que nos había pasado a nosotros es fácil de prever en aquel país; pasa a menudo y muchos vehículos van preparados para ello. A pesar de ello, quedó inútil para el servicio.

No fue “justo” para los trabajadores que les sacasen de casa fuera de sus horas de trabajo (aunque no sabemos qué decían sus contratos al respecto), para sacarles las castañas del fuego a unos incompetentes desaprensivos. Pero sí que nos enteramos que el animal acabaría en sus despensas, con lo cual, lo servido por lo comido. Y es que los nativos africanos de la zona ven a los herbívoros autóctonos como cualquier otro depredador: just food; somos los occidentales, empachados de documentales conservacionistas, los que tendemos a sobrevalorarlos. De hecho, hay una tipo de granjas en Namibia que se limitan a poner vallas cinegéticas (eso sí, el doble de altas que las de aquí) cerrando cientos o miles de hectáreas,

dejar que aquello evolucione a su aire y entrando algunas veces al año para matar a tiros a unos cuantos animales y mandarlos a las plantas cárnicas. Parte se consume en fresco, pero lo más apreciado es el biltong, una especie de cecina local, que se hace, no sólo de órix, sino de vaca, de springbok y de otros seres encantadores de la pradera.

La empresa del alquiler del coche no tardó ni siquiera un día entero en mandarnos un vehículo de sustitución (desde la capital,  a más de 500 km.), pero la visita a Etosha quedó parcialmente truncada: se saldó con un par de leonas de lejos y poco más. Por otro lado, no tenían ningún todoterreno disponible, por lo que nos dieron un turismo normal, lo cual nos impidió hacer ciertas cosas que teníamos previstas en Costa Esqueletos. Dos días después, viaje adelante, nos trajeron otro idéntico al que llevábamos ¡Bendito país!, donde una importante parte de la población está compuesta por bosquimanos que actúan como alemanes y otra por alemanes que actúan como bosquimanos.

Resumiendo: salimos bien librados, dadas las circunstancias. Un poco frustrados como turistas, pero con un par de lecciones bien aprendidas como simples seres humanos. En España nunca nos ha pasado nada parecido; solo un par de sustos, ambos en Soria: un jabalí junto a Tiermes y un corzo junto a Soto de San Esteban. No obstante, cada vez que vemos la clásica señal triangular con el venado saltando, la copilota me recuerda invariablemente: “Orix”.