La conexión eritrea
De entrada me definiré, sin ambages, como antiimperialista. No acepto que unos estados exploten y sojuzguen a otros, al igual que tampoco lo soy de que eso mismo ocurra entre personas. En mi juventud este adjetivo formaba parte muy importante de mi definición político-ideológica. Tajantemente; negro sobre blanco. Con los años he ido aprendiendo que nada es blanco y negro, sino una lamentable mezcla de sucios grises. Sigo fiel a ese principio, pero al establecer los límites temporales, la firmeza se disuelve. El tiempo todo lo puede.
Cronos, el dios griego del tiempo, era anterior al nacimiento de Zeus (> Theos > Dios) y, mucho más que el de Ares; y más poderoso también. En la mitología judeo-cristiana, Dios necesitó siete días para La Creación, es decir, su poder era omnímodo: tenía capacidades ilimitadas… excepto para domeñar al tiempo. ¿Cuánto tiene que pasar para que el odio a los imperios del pasado se desvanezca? Recuerdo una noche, en La Habana, allá por 1983, discutiendo sobre esto y aquello con un par de negrazos: ellos hablaban su lengua materna y yo la mía y tan ricamente. Si nos fuéramos ocho generaciones atrás, tal vez uno de sus abuelos fuera en la bodega de un barco negrero en cuya tripulación iba uno de mis abuelos marineros, que tengo unos cuantos. Entonces la cosa sería distinta. No me extenderé más aquí sobre esto, porque los eventuales lectores han sido atraídos por el rótulo de viajes.
¿Justificación de este exordio? Pues que gracias al efímero imperio colonial italiano hubo lugar a que se diera cierta conexión, muy difícil de establecer sin su pasada existencia. Conexión positiva para mí y para otra persona (hasta ahora, los únicos que lo sabíamos, aunque él es difícil que la recuerde, ni que se entere de que yo la estoy recordando, suponiendo que esté aún vivo). No me acuerdo de su nombre, pero perfectamente de su persona (de lo que quiso desvelarme sobre él mismo); podría decirse que olvidé la letra, pero la música aún resuena en mis oídos. Tenía unos cuarenta o cincuenta años en 1987, lo cual quiere decir que nacería en 1937–1947 en lo que hoy es Eritrea y que estudiaría en una institución que enseñaba en italiano. A pesar de que la dominación italiana en estos territorios acabó en 1941, algún colegio debió seguir enseñándolo, porque nuestro guía lo hablaba, más o menos. De hecho, tardé un tiempo en entender que cuando decía “guril·la” quería decir “guerrilla”. Mi italiano no era mucho mejor que el suyo, pero cuando dos personas quieren comunicarse lo acaban consiguiendo. En el Yemen, en aquellos tiempos, debió ser lo más parecido a un hispanohablante que la empresa mayorista consiguió para guiar a un grupo de españoles.
Siendo él niño (en 1952) se creó lo que podríamos llamar Unión Abisinia (Etiopía + Eritrea), lo cual no satisfizo a la mayoría de eritreos, que comenzaron una guerra de independencia que no acabó definitivamente hasta 1983. Nuestro guía militó activamente en la guril·la; hacia dentro y hacia fuera, según deduje, porque el motivo de su residencia en el país de enfrente fue que tuvo que salir por pies en cuanto la facción dominante de los independentistas llegó al poder. Era un exiliado político.
No muchos años después, preparando el tomo segundo del libro de los despoblados, consulté una publicación titulada Montagnes, Fleuves, Fôrets dans l’Histoire: Barrières ou Lignes de Convergence? En este conjunto de trabajos se acaba concluyendo, entre otras cosas, que la respuesta a la pregunta planteada ha de incluir, además de la conjunción adversativa, la conjunción copulativa: esos elementos naturales que parece que dividen, también unen; todo depende de dónde esté el ojo que mira y los intereses que representa. Son líneas de separación y son líneas de unión. Para los poderosos distantes son elementos geográficos idóneos para convertirse en fronteras; para los locales son ecosistemas compartidos y culturas adaptativas similares. Este es el caso del Mar Rojo, y más concretamente en Bab el-Mandeb, donde parece que ambos continentes (África y Asia) se quisieran besar. El Mar Rojo es, a efectos históricos, un río grande, que se ha podido atravesar y se ha atravesado en todo momento en ambos sentidos. La parábola bíblica contenida en el Libro del Éxodo acerca de su cruce a pie enjuto por el pueblo israelí simboliza, o bien que era fácil de atravesar (máxime antes de la subida del nivel del mar en la última glaciación) o bien que los pueblos costeros han sentido la necesidad de atravesarlo, sin necesidad de subir hasta Suez. No hay geosistema más parecido al altiplano abisinio que los altos yemeníes y a la inversa: países de café y qat. Las costas de ambos son casi idénticas y, si estás huyendo, mejor enfrente que al lado (Yibuti o Somalia), que también eran dos avisperos.
Como cualquier exiliado, estaba nostálgico y quería volver a su tierra o, al menos, hablar de ella. En uno de los muchos ratos muertos del viaje me contó los motivos de su residencia en Yemen y, en llegando al trance de las rencillas internas de las fuerzas independentistas, para darle a entender que le había comprendido, le solté: “Che Dio mi liberi de miei amici, che de miei enemici me libero io”. Italiano macarrónico (nunca mejor dicho), pero lo entendió ¡Vaya si lo entendió! Imposible describir el brillo de sus ojos, a la par que daba un casi imperceptible brinco. Imposible de entender la larga parrafada que a borbotones le salía. Fácil de percibir, sin embargo, su agitación y sus gesticulaciones: había entendido que yo le había comprendido y que, por desgracia, yo también tuve que pronunciar en el pasado una frase como esa. No sé si es que en eritreo no hay un proverbio similar o que, tras muchos años aislado, era la primera vez que conseguía que alguien comprendiera sus sentimientos: que no era un traidor, que amaba a su país, pero que no hay peor cuña que la de la misma madera. El caso es que se produjo la conexión. No hubo chispas, pero, para mí al menos, fue un episodio memorable: el mundo de los privilegiados occidentales en contacto real con el de los atribulados africanos.